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Correspondencia

Rosa Luxemburg a Sophie Liebknecht

Breslau, mediados de diciembre de 1917

Un extracto de esa carta puede escucharse aquí.

Soniuska, pajarito mío, su carta me ha alegrado muchísimo y quería responderle enseguida, pero en ese momento tenía muchas tareas que requerían mi concentración, por eso no me pude dar el lujo de hacerlo. Y después preferí esperar la ocasión, porque es mucho mejor poder hablar las dos distendidamente. […]

Ahora hace ya un año que Karl [Liebknecht] # | Karl Liebknecht [1] está preso en Luckau. Este mes lo he recordado a menudo, y también hace un año exactamente que estuvo usted conmigo en Wronke y me regaló aquel hermoso árbol de navidad… Este año hice que me consiguieran uno, pero me trajeron uno muy feo, al que le faltaban las ramas; ni punto de comparación con el del año pasado. No sé cómo podré colocarle las ocho candelitas que he comprado. Es mi tercera navidad tras las rejas, pero no lo tome como una tragedia. Yo estoy tan tranquila y alegre como siempre.

Ayer me quedé mucho tiempo despierta en la cama –en estos tiempos no puedo dormirme nunca antes de la una, aunque ya a las diez nos obligan a acostarnos–, y me quedo pensando diferentes cosas en la oscuridad. Ayer pensaba: qué curioso es que viva continuamente en una embriaguez de alegría, sin motivo alguno. Por ejemplo, estoy acostada aquí, en mi celda oscura, en un colchón duro como una roca, a mi alrededor reina el silencio habitual de un cementerio, me siento como en una tumba; desde la ventana se dibuja en el techo el reflejo del farol que arde en la prisión toda la noche. Solamente de vez en cuando se escucha el sordo rechinar lejano de un tren que va pasando; o muy cerca, bajo las ventanas, el carraspeo de la guardia, que en sus pesadas botas hace un par de pasos lentamente para mover las piernas entumecidas. La arena cruje vacía de esperanza bajo esos pasos, y todo el abandono y la desesperanza de la existencia resuena así en la oscura noche húmeda. Ahí estoy yo acostada, quieta y sola, envuelta en los paños negros de las tinieblas, del aburrimiento, del cautiverio en invierno, y en ese momento late mi corazón con una felicidad interna indefinible y desconocida, como si estuviera caminando bajo los rayos de un sol brillante por un prado en flor. Y en la oscuridad le sonrío a la vida, como si supiera algún secreto mágico que pudiera negar todo lo malo y triste, y lo convirtiera en pura luz y felicidad. Y yo misma me pregunto cuál es la razón para sentir tal alegría, no encuentro respuesta y tengo que reírme otra vez de mí misma. Creo que el secreto no es otra cosa que la vida misma; la profunda penumbra de la noche es tan bella y suave como el terciopelo, si se sabe mirar. Y este crujir de la arena húmeda bajo los pasos lentos y pesados de la guardia canta también una hermosa cancioncita sobre la vida, si se escucha con atención. En estos momentos pienso en usted y tengo tantas ganas de compartir esta llave mágica con usted, para que pueda percibir lo bello y la felicidad de la vida siempre y bajo cualquier circunstancia, para que también viva en esta embriaguez y se sienta como caminando sobre un prado en primavera. No es mi intención despacharla con ascetismo y alegrías imaginarias. Deseo para usted todas las alegrías reales para los sentidos. Solo quisiera darle además mi inagotable alegría interna, para poder quedarme tranquila sabiendo que va por la vida en un abrigo bordado de estrellas que la protege de todo lo pequeño, lo trivial, lo aterrador.

Me cuenta que en el parque de Steglitz ha juntado un hermoso ramo de bayas de color negro y rosa violáceo. Supongo que las bayas negras serán de saúco –cuyos frutos cuelgan en racimos pesados y densos, entre grandes frondas de hojas dentadas, seguro que los conoce– o, más probablemente, aligustre; ramilletes verticales finos y delicados con bayas y hojitas verdes, estrechas y alargadas. Las bayas rosa violáceo escondidas debajo de las hojitas podrían ser de cotoneaster; normalmente deberían ser rojas, pero en esta época tardía del año, cuando ya están algo pasadas de madurez y echadas a perder, a menudo muestran un color violeta rojizo; las hojas se asemejan a las del mirto, pequeñas, puntiagudas al final, verde oscuro, como cuero en la parte de arriba, ásperas por abajo. Soniuska, ¿conoce usted la obra Verhängnisvolle Gabel de Platen? [2] ¿Podría enviármela o traerla? Karl mencionó una vez que la leyó en casa. Los poemas de George son bellos, ahora sé por fin de donde salió el verso: «Unterm Rauschen rötlichen Getreides…» [3] [en el susurro de las espigas rojizas…] que usted acostumbraba a recitar cuando íbamos a pasear por el campo. ¿Podría usted, si tiene la oportunidad, transcribir el nuevo Amadís [4]? Me encanta ese poema –por supuesto gracias a la canción de Hugo Wolff–, pero no lo tengo aquí, por desgracia. ¿Sigue usted leyendo la Leyenda de Lessing [5]? Yo estoy releyendo la Historia del materialismo de Lange, que siempre me estimula y me refresca. Me gustaría mucho que en alguna ocasión la leyera.

Mi querida Sonia, acabo de sentir un agudo dolor: Rosa als Gefangene #|Desde la prisión de Varsovia, 1906 al patio donde salgo a pasear llegan a menudo carros del ejército cargados con sacos, o con viejas camisas y uniformes de soldados, en muchas ocasiones con manchas de sangre… aquí los descargan y los reparten entre las celdas, donde los remiendan, y los cargan y los envían de nuevo al ejército.

Hace poco llegó uno de estos carros, tirado por búfalos en lugar de caballos #|Dibujo de Rosa Luxemburg en una carta a Lulu. Vi a estos animales por primera vez de cerca. Son más fuertes y de complexión más robusta que nuestro ganado, con cabezas planas y cuernos también planos y curvados, tienen los cráneos más parecidos a los de nuestros borregos, son totalmente negros, con grandes ojos apacibles. Provienen de Rumania, son trofeos de guerra… Los soldados que conducen estos carros cuentan que costó mucho atrapar a estos animales indómitos y que fue aún más difícil usarlos para el tiro, porque estaban acostumbrados a la libertad. Los apalearon horriblemente, hasta hacer valer el dicho: vae victis[6] Se dice que hay un centenar de estos animales solamente en Breslau; además reciben, después de estar acostumbrados a las extensas praderas rumanas, poco y miserable alimento. Son utilizados sin consideración alguna, para tirar de cualquier tipo de carro de carga, por eso mueren pronto. Hace pocos días, pues, entró un carro lleno de sacos, pero con un cargamento tan alto que los búfalos no podían atravesar la elevación del portón de la entrada. El soldado acompañante, un bruto, comenzó a apalear a los animales con el lado más ancho del fuste de su látigo de tal manera que la vigilante, molesta, le llamó la atención preguntándole si no tenía lástima de los animales. «Tampoco nadie tiene piedad de nosotros, las personas» respondió con una risa malvada y los apaleó todavía con más fuerza… Los animales empujaron pasando al fin sobre la montaña, pero uno sangraba… Soniuska, la piel del búfalo es de una dureza proverbial… y estaba rota. Los animales se quedaron muy quietos y agotados mientras los descargaban, y uno, el que estaba sangrando, miraba alrededor con sus grandes ojos tiernos como un niño con los ojos hinchados de llorar. Tenía claramente la expresión de un niño que ha sido duramente castigado y no sabe para qué, por qué motivo, que no sabe cómo escapar del tormento y la brutalidad… Yo estaba frente a él, el animal me miró y me cayeron las lágrimas; eran sus lágrimas, no es posible estremecerse ante el sufrimiento del más querido de los hermanos más dolorosamente de lo que yo me estremecí en mi impotencia ante ese sufrimiento silencioso. ¡Qué lejos, qué perdidas e inalcanzables quedaban las verdes y jugosas praderas rumanas! Qué diferente brillaba allí el sol, soplaba el viento, qué distintos eran el hermoso trino de los pájaros o la llamada melódica de los pastores. Y aquí, en esta ciudad extraña y lúgubre, el establo asfixiante, el repugnante heno mohoso mezclado con la paja podrida, las personas extrañas y horribles, y los golpes, la sangre brotando de la herida fresca… Mi pobre búfalo, mi pobre amado hermano, estamos aquí los dos, tan impotentes y silenciosos y somos uno solo en el dolor, en la impotencia, en la nostalgia. Mientras tanto, las presas, diligentes, habían rodeado el carro, descargaban los pesados sacos y los llevaban hasta el edificio; el soldado se paseaba a grandes zancadas por el patio con una sonrisa y las manos en los bolsillos, silbando una cancioncilla. Y todo el esplendor de la guerra pasó ante mis ojos.

Escríbame pronto.

Le doy un abrazo, Soniuska.

Su R

P.d.: Soniuska, queridísima, quédese a pesar de todo tranquila y alegre. Así es la vida, y así hay que tomarla, valientemente, con la frente en alto y sonriendo, a pesar de los pesares. ¡Feliz navidad!

Notas al pie
  1. Karl Liebknecht fue trasladado el 8 de diciembre de 1916 a la prisión de Luckau.
  2. El tenedor fatal de August von Platen, escritor bávaro (1796-1835).
  3. Poema con el título “Nun laß mich rufen” [Ahora déjame exclamar], incluido en Der siebente Ring [El séptimo anillo], obra de Stefan George.
  4. Poesía épica cómica de Christoph Martin Wieland.
  5. La Leyenda de Lessing de Franz Mehring.
  6. “¡Ay de los vencidos!”
Fuente

Cartas desde la cárcel a Sophie Liebknecht © Abada editores, Madrid 2017. Revisión de Beatriu Querol para lingua∙trans∙fair