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La acumulación del capital o lo que los epígonos han hecho de la teoría marxista: una anticrítica

Una anticrítica de Rosa Luxemburg

I. El problema en discusión

Habent sua fata libelli: los libros tienen su estrella. Cuando escribía mi Acumulación, me asaltaba de cuando en cuando la idea de que acaso todos los partidarios, un poco teóricamente versados de la teoría marxista, dirían que lo que yo me esforzaba por exponer y demostrar tan concienzudamente en esta obra era una perogrullada; que, en realidad, nadie se había imaginado que la cosa fuese de otro modo y que la solución dada al problema era la única posible e imaginable. Pero no ha sido así. Por la prensa socialdemócrata han desfilado toda una serie de críticos proclamando que la concepción en que descansa mi libro es falsa de medio a medio, que el problema planteado no existía ni tenía razón de ser, y que la autora había sido lastimosamente víctima de un puro equívoco. Más aún: la publicación de mi libro ha aparecido enlazado con episodios que hay que calificar, por lo menos, de desusados. La «crítica» de La acumulación publicada en el Vorwärts del 16 de febrero de 1913 es, por su tono y su contenido, algo verdaderamente extraño, aun para lectores poco versados en la materia. Tanto más extraño cuanto que la obra criticada encierra un carácter puramente teórico, no polemiza contra ninguno de los marxistas vivos y se mantiene dentro de la más estricta objetividad. Pero por si esto no fuese bastante, se inició una especie de acción judicial contra cuantos se atrevieron a emitir una opinión favorable acerca del libro, acción en la que el citado órgano central en la prensa —en la cual no habría, además, ni dos redactores que hubiesen leído el libro— se distinguió por su fogoso celo. Y presenciábamos un acontecimiento sin precedente y bastante cómico, además: la redacción en pleno de un periódico político se puso de pie para emitir un fallo colectivo acerca de una obra puramente teórica y consagrada a un problema no poco complicado de ciencia abstracta, negando toda competencia en materia de economía política a hombres como Franz Mehring y Karl Kautsky, para considerar como «entendidos» solamente a aquellos que echaban por tierra el libro.

Que yo recuerde, ninguna publicación de las del partido había disfrutado jamás de este trato desde que el partido existe, y no son maravillas, por cierto, todo lo que vienen publicando desde hace algunos años las editoriales socialdemócratas. Lo insólito de todo esto revela bien a las claras que mi obra ha tocado en lo vivo a ciertos sentimientos apasionados que no son precisamente la «ciencia pura». Pero para poder juzgar el asunto con conocimiento de causa, hay que conocer antes, por lo menos en sus líneas generales, la materia de que se trata. 

¿Sobre qué versa este libro tan violentamente combatido? Para el público lector, la materia resulta un tanto árida por el aparato, puramente externo y accidental, de las fórmulas matemáticas que en el libro se emplean con cierta profusión. Estas fórmulas son el blanco principal en las críticas de mi libro, y algunos de los señores críticos se han lanzado, incluso, en su severidad, para darme una lección, a construir fórmulas matemáticas nuevas todavía más complicadas, cuya sola vista infunde pavor al ánimo del simple mortal. Como veremos más adelante, esta predilección de mis «censores» por los esquemas no es un puro azar, sino que está íntimamente ligada a su punto de vista en cuanto al fondo de la cuestión. Sin embargo, el problema de la acumulación es, de suyo, un problema de carácter puramente económico, social, no tiene nada que ver con las fórmulas matemáticas y puede exponerse y comprenderse perfectamente sin necesidad de ellas. Cuando Marx, en la sección de El capital en que estudia la reproducción del capital global de la sociedad, emplea esquemas matemáticos, como cien años antes de él lo hiciera Quesnay, el creador de la escuela fisiocrática y de la economía política como ciencia exacta, lo hacía simplemente para facilitar y aclarar la inteligencia de lo expuesto. Con ello, tanto uno como otro trataban también de demostrar que los hechos de la vida económica dentro de la sociedad burguesa se hallan sujetos, a pesar de su superficie caótica y de hallarse regidos en apariencia por el capricho individual, a leyes tan exactas y rigurosas como los hechos de la naturaleza física. Ahora bien, como mis estudios sobre la acumulación descansaban en las investigaciones de Marx, a la par que se debatían críticamente con ellas, ya que Marx, por lo que se refiere especialmente al problema de la acumulación, no pasa de establecer algunos esquemas y se detiene en los umbrales de su análisis, era lógico que me detuviese a analizar los esquemas marxistas. Por dos razones: porque no iba a eliminarlos caprichosamente de la doctrina de Marx, y porque, además, me importaba precisamente poner de manifiesto la insuficiencia, para mí, de esta argumentación. Intentemos enfocar aquí el problema en su máxima sencillez, prescindiendo de toda fórmula matemática.

El régimen capitalista de producción está presidido por el interés en obtener ganancia. Para el capitalista, la producción solo tiene finalidad y razón de ser cuando obtiene de ella, un año con otro, un beneficio neto, es decir, una ganancia líquida sobre todos los desembolsos de capital por él realizados. Pero lo que caracteriza a la producción capitalista como ley fundamental y la distingue de todas las demás formas económicas basadas en la explotación, no es simplemente la obtención de ganancias en oro contante y sonante, sino la obtención de ganancias en una progresión cada vez mayor. Para conseguirlo, el capitalista, diferenciándose en esto radicalmente de otros tipos históricos de explotadores, no destina exclusivamente, ni siquiera en primer término, los frutos de su explotación a fines de uso personal, sino a incrementar progresivamente la propia explotación. La parte más considerable de la ganancia obtenida se convierte nuevamente en capital y se invierte en ampliar la producción. De este modo, el capital se incrementa, se acumula, para usar la expresión de Marx, y por efecto de esta acumulación, a la par que como premisa, la producción capitalista va extendiéndose continuamente, sin cesar. 

Mas, para conseguir esto, no basta con la buena voluntad del capitalista. Trátase de un proceso sujeto a condiciones sociales objetivas, que pueden resumirse del modo siguiente.

Ante todo, para que la explotación pueda desarrollarse, es necesario que exista fuerza de trabajo en proporción suficiente. El capital se cuida de hacer que esta condición se dé, gracias al propio mecanismo de este régimen de producción, tan pronto como cobra auge en la historia y se consolida más o menos. Lo hace de dos modos:

1) permitiendo a los obreros asalariados a quienes da empleo que subsistan, bien o mal, mediante el salario que perciben, y que se multipliquen por medio de la procreación natural;

2) creando, con la proletarización constante de las clases medias y con la concurrencia que supone para los obreros asalariados la implantación del maquinismo en la gran industria, un ejército de reserva del proletariado industrial, disponible siempre para sus fines.

Cumplida esta condición, es decir, asegurada, bajo la forma de proletariado, la existencia de material de explotación disponible en todo momento, y regulado el mecanismo de la explotación por el propio sistema del asalariado, surge una nueva condición básica para la acumulación del capital: la posibilidad de vender, cada vez en mayor escala, las mercancías fabricadas por los obreros asalariados, para de este modo convertir en dinero el capital desembolsado por el propio capitalista y la plusvalía estrujada a la fuerza de trabajo. «La condición primera de la acumulación es que el capitalista consiga vender sus mercancías, volviendo a convertir en capital la mayor parte del dinero así obtenido». (El capital, I, Sección Séptima, Introducción). Por tanto, para que la acumulación se desarrolle como proceso ascensional ha de darse la posibilidad de encontrar salida a las mercancías en una escala cada vez mayor. Como hemos visto, el propio capital se encarga de crear lo que constituye la condición fundamental de la acumulación. En el volumen primero de El capital, Marx analiza y describe minuciosamente este proceso. Ahora bien, ¿en qué condiciones son realizables los frutos de esta explotación? ¿Cómo encuentran salida en el mercado? ¿De qué depende esto? ¿Reside acaso en la fuerza del capital o en la esencia de su mecanismo de producción la posibilidad de ampliar el mercado en la medida de sus necesidades, del mismo modo que adapta a estas el censo de las fuerzas de trabajo? No, en absoluto. Aquí se manifiesta la subordinación del capital a las condiciones sociales. A pesar de todo lo que lo distingue radicalmente de otras formas históricas de producción, el régimen capitalista tiene de común con todas ellas el que, en última instancia, aunque subjetivamente no tenga más designio fundamental que el deseo de obtener ganancia, tiene que satisfacer objetivamente las necesidades de la sociedad, sin que pueda conseguir aquel designio subjetivo más que en la medida en que se cumpla esta misión objetiva. Las mercancías capitalistas solo encuentran salida en el mercado y la ganancia que atesoran solo puede convertirse en dinero siempre y cuando que estas mercancías satisfagan una necesidad social. Por consiguiente, el ascenso constante de la producción capitalista, es decir, la constante acumulación del capital, se halla vinculada al incremento y desarrollo no menos constantes de las necesidades sociales.

Pero ¿qué entendemos por necesidades sociales? ¿Cabe precisar y definir de un modo concreto este concepto, cabe medirlo, o tenemos que contentarnos con esta vaguedad e imprecisión?

Si enfocamos las cosas tal y como se nos presentan a primera vista en la superficie de la vida económica, en la vida diaria, es decir, desde el punto de vista del capitalista individual, este concepto es, evidentemente, indefinible. Un capitalista produce y vende, por ejemplo, máquinas. Sus clientes son otros capitalistas, que le compran las máquinas para producir con ellas capitalistamente otras mercancías. Por tanto, aquel venderá tantas más mercancías de las que produce cuanto más amplíen estos su producción; podrá, por tanto, acumular tanto más rápidamente cuanto mayor sea la celeridad con que acumulen los otros, en sus respectivas ramas de producción. Aquí, en este ejemplo, «la necesidad social» a que tiene que atenerse nuestro capitalista es la demanda de otros capitalistas, y el desarrollo de su producción tiene por premisa el desarrollo de la de estos. Otro produce y vende víveres para los obreros. Este venderá tanto más y, por consiguiente, acumulará tanto más capital cuantos más obreros trabajen para otros capitalistas (y para él), o, dicho en otros términos, cuanto más produzcan y acumulen otros capitalistas. Pero ¿de qué depende el que los «otros» puedan ampliar sus industrias? Depende, evidentemente, de que «estos» capitalistas, los productores de máquinas o víveres, por ejemplo, les compren sus mercancías en una escala cada vez mayor. Como se ve, a primera vista, la «necesidad social» de la que depende la acumulación de capital, parece residir en esta misma, en la propia acumulación del capital. Cuanto más acumule el capital, tanto más acumula: a esto, a esta perogrullada, o a este círculo vicioso, conduce el examen superficial del problema. No hay manera de ver dónde reside el punto de arranque, el impulso inicial. No hacemos más que dar vueltas a la noria y el problema se nos va de las manos. Tal es lo que ocurre si lo enfocamos desde el punto de vista de las apariencias del mercado, es decir, desde el punto de vista del capital individual, esta plataforma predilecta del economista vulgar.

Pero la cosa cambia y adquiere fisonomía y perfil seguro tan pronto como enfoquemos la producción capitalista en conjunto, desde el punto de vista del capital total, que es, en última instancia, el único criterio seguro y decisivo. Este es, en efecto, el criterio que Marx aplica y desarrolla por primera vez sistemáticamente en el segundo volumen de El capital, pero que sirve de base a toda su teoría. En realidad, la autarquía privada de los capitales aislados no es más que la forma externa, la apariencia superficial de la vida económica, apariencia que el economista vulgar confunde con la realidad de las cosas, erigiéndola en fuente única de conocimiento. Por debajo de esta apariencia superficial, y por encima de todos los antagonismos de la concurrencia, está el hecho indestructible de que los capitales aislados forman socialmente un todo y de que su existencia y su dinámica se rigen por leyes sociales comunes, aunque estas tengan que imponerse, por la falta de plan y la anarquía del sistema actual, a espaldas del capitalista individual y contra su conciencia, a fuerza de rodeos y desviaciones.

Si enfocamos la producción capitalista como un todo, veremos que las necesidades sociales son también una magnitud tangible, fácil de definir.

Imaginémonos que todas las mercancías producidas en la sociedad capitalista al cabo de un año se reuniesen en un sitio, apiladas en un gran montón, para aplicarlas en bloque a la sociedad. En seguida veremos cómo esta masa de mercancías se va convirtiendo, como la cosa más natural del mundo, en toda una serie de porciones de distinta clase y finalidad.

En todo tipo de sociedad y en todo tiempo, la producción tiene que atender, de un modo o de otro, a dos cometidos. En primer lugar, a alimentar, vestir y llenar, bien o mal, mediante objetos materiales, las necesidades físicas y culturales de la sociedad; es decir, para resumir, a producir medios de vida, en el sentido más amplio de esta palabra, para todas las capas de la población. En segundo lugar, para asegurar la continuación de la sociedad y, por tanto, su propia persistencia, toda forma de producción tiene que cuidarse de ir reponiendo constantemente los medios de producción consumidos: materias primas, herramientas e instrumentos de trabajo, fábricas y talleres, etc. Sin la satisfacción de estas dos necesidades primarias y elementales de toda sociedad humana, no se concebirían el desarrollo de la cultura ni el progreso. Y la producción capitalista tiene que atender también, pese a toda la anarquía que en ella reina y a todos los intereses de obtención de ganancia que en ella se cruzan, a estos dos requisitos elementales.

Por tanto, en ese montón inmenso de mercancías capitalistas que nos hemos imaginado, encontraremos ante todo una porción considerable de mercancías destinadas a reponer los medios de producción consumidos durante el año anterior. Entre estas se cuentan las nuevas materias primas, máquinas, edificios, etc. (lo que Marx llama capital constante), que los diversos capitalistas producen los unos para los otros en sus industrias y que necesariamente tienen que cambiarse entre sí para que la producción pueda funcionar en la escala que venía teniendo hasta allí. Y como (según el supuesto de que partimos) son las propias industrias capitalistas las que suministran todos los medios de producción necesarios para el proceso de trabajo de la sociedad, nos encontramos con que este intercambio de mercancías en el mercado capitalista es, como si dijésemos, un asunto de régimen interno, una incumbencia doméstica de los productores entre sí. El dinero necesario para mantener en marcha este intercambio de mercancías en todos sus aspectos sale, naturalmente, de los bolsillos de la propia clase capitalista —puesto que todo empresario tiene que disponer de antemano del capital necesario para alimentar su industria— y retorna, por supuesto, después de efectuarse el intercambio en el mercado, a esos mismos bolsillos.

Como aquí nos limitamos a suponer que los medios de producción se reponen en la misma escala de antes, resultará que todos los años será necesaria la misma suma de dinero para permitir periódicamente a todos los capitalistas que se provean unos a otros de medios de producción, y que el capital invertido vuelva a sus bolsillos después de algún tiempo.

Pero en la masa capitalista de mercancías tiene que contenerse también, como en toda sociedad, una parte muy considerable destinada a ofrecer medios de vida a la población. Ahora bien, ¿cómo se distribuye la población en la sociedad capitalista, y cómo obtiene sus medios de vida? Dos formas fundamentales caracterizan al régimen capitalista de producción. La primera es el intercambio general de mercancías, lo cual quiere decir, en este caso, que ningún individuo de la población recibe de la masa social de mercancías ni lo más mínimo si a cambio no entrega dinero, medios de compra para adquirirlo. La segunda es el sistema capitalista del salariado, es decir, un régimen en que la gran masa del pueblo trabajador solo obtiene medios de compra para la adquisición de mercancías entregando su fuerza de trabajo al capital y en que la clase poseedora solo consigue medios de vida explotando esta relación. Por donde la producción capitalista, por el mero hecho de existir, presupone, como premisa, la existencia de dos grandes clases de población: capitalistas y obreros, clases de población radicalmente distintas la una de la otra en lo que al aprovisionamiento de medios de vida se refiere. Por muy indiferente que sea la vida del obrero para el capitalista, los obreros tienen que recibir, por lo menos, el alimento indispensable para que su fuerza de trabajo pueda desplegarse al servicio del capital y para que este tenga en ella la posibilidad de proseguir la explotación. Por tanto, la clase capitalista asigna a los obreros todos los años una parte de la masa total de mercancías elaboradas por estos, la parte de medios de vida estrictamente indispensable para servirse de ellos en la producción. Los obreros adquieren estas mercancías con los salarios que sus patronos les entregan en forma de dinero. Por medio del intercambio, la clase obrera percibe, pues, de la clase capitalista todos los años, por la venta de su fuerza de trabajo, una determinada suma de dinero, que, a su vez, cambia por una cantidad de víveres y medios de vida, salida de esa masa social de mercancías que es propiedad de los capitalistas, cantidad que varía según su nivel cultural y la pujanza de la lucha de clases. Como se ve, el dinero, que sirve de mediador para este segundo gran intercambio de la sociedad, sale también de los bolsillos de la clase capitalista: el capitalista, para poner en marcha su empresa, tiene que adelantar el que Marx llama capital variable, o sea, el capital en dinero, necesario para comprar la fuerza de trabajo. Pero este dinero, tan pronto como los obreros compran sus víveres y medios de vida (como están obligados a hacer para su propio sustento y el de su familia), vuelve, al céntimo, al bolsillo de los capitalistas como clase. No en vano son industriales capitalistas los que venden a los obreros, como mercancías, sus medios de subsistencia. Veamos ahora qué ocurre con el consumo de los propios capitalistas. Los medios de subsistencia de la clase capitalista le pertenecen ya a ella, como masa de mercancías, antes de iniciarse el intercambio, y le pertenecen por virtud del régimen capitalista, según el cual todas las mercancías sin distinción (con excepción de una sola: la fuerza de trabajo) vienen al mundo como propiedad del capital. Pero estos medios de vida «más escogidos» nacen, precisamente, por ser mercancías, como propiedad de toda una serie de capitalistas individuales aislados, es decir, como propiedad privada de cada capitalista individual. Por eso, para que la clase capitalista pueda disfrutar la masa de víveres y medios de subsistencia que le corresponde, tiene que mediar —como tratándose del capital constante— un intercambio permanente y general entre los capitalistas todos. Este intercambio social tiene también por agente el dinero, y las cantidades necesarias para estas atenciones han de ser puestas en circulación, como en los otros casos, por los propios capitalistas, toda vez que se trata, como en la renovación del capital constante, de una incumbencia de carácter interno, doméstico, de la clase capitalista. Y estas sumas de dinero retornan igualmente, efectuado el intercambio, a los bolsillos de la clase capitalista, de la que salieron.

El mismo mecanismo de la explotación capitalista, que regula todo el régimen del salariado, se cuida de que todos los años se fabrique la cantidad necesaria de medios de subsistencia con el lujo exigido por los capitalistas. Si los obreros solo produjesen los medios de subsistencia necesarios para su propia conservación, no tendría razón de ser para el capital el darles trabajo. Esto solo tiene sentido, desde el punto de vista capitalista, a partir del momento en que el obrero, después de cubrir sus propias necesidades, a las que corresponde el salario, asegura también la vida de sus «protectores», es decir, crea, para emplear la expresión de Marx, plusvalía para el capitalista. Entre otras cosas, esta plusvalía sirve para que la clase capitalista viva, como las demás clases explotadoras que la precedieron en la historia, con la holgura y el lujo que apetece. Conseguido esto, a los capitalistas no les resta más que atender, distribuyéndose mutuamente las correspondientes mercancías y preparando el dinero necesario para ello, a la dura y ascética existencia de su clase y a su natural perpetuación.

Con esto, hemos separado de nuestra gran masa social de mercancías dos categorías considerables: medios de producción, destinados a renovar el proceso de trabajo, y medios de vida, destinados a asegurar el sustento de la población, o sea, de la clase obrera, de una parte, y de otra de la clase capitalista. 

Habrá quien piense, sin duda, que esto que hemos venido exponiendo hasta aquí no es más que una fantasmagoría. ¿Qué capitalista sabe hoy ni se preocupa tampoco de saber cuánto ni qué hace falta para reponer el capital global de la sociedad, ni para alimentar a toda la clase obrera y a toda la clase capitalista en bloque? Lejos de ello, hoy todo industrial produce en una competencia ciega con los demás, y ninguno ve más allá de sus propias narices. Sin embargo, en el fondo de todo este caos de la competencia y de la anarquía hay, evidentemente, normas invisibles que se imponen; necesariamente tiene que haberlas, pues de otro modo ya hace mucho tiempo que la sociedad capitalista se habría derrumbado. Y la economía política, en cuanto ciencia, no tiene más razón de ser, ni la teoría marxista persigue tampoco, conscientemente, otro designio que descubrir esas leyes ocultas que ponen orden y armonía en el caos de las economías privadas, imprimiéndoles unidad social. Estas leyes objetivas invisibles de la acumulación capitalista —acumulación de capital mediante el incremento progresivo de la producción— son las que tenemos que investigar aquí. El hecho de que estas leyes que ponemos de manifiesto aquí no presidan la conducta consciente de los capitales aislados puestos en acción; el hecho de que en la sociedad capitalista no exista, en realidad, un órgano general de dirección llamado a fijar y a poner en práctica estas leyes con plena conciencia de su misión, solo quiere decir que la producción actual camina como un ciego, por tanteos, y cumple con su cometido a fuerza de producir poco o demasiado, abriéndose paso a través de toda una serie de oscilaciones de precios y de crisis. Pero estas oscilaciones de precios y estas crisis tienen, si bien se mira, una razón de ser para la sociedad, enfocada en conjunto, puesto que son las que encauzan a cada paso la producción privada caótica y descarrilada dentro de los derroteros perdidos, evitando que se estrelle. Así, pues, cuando aquí, siguiendo las enseñanzas de Marx, intentamos trazar a grandes rasgos la relación entre la producción capitalista en conjunto y las necesidades sociales, prescindimos de los métodos específicos —oscilaciones de precios y crisis— con que el capitalismo regula aquella relación, para mirar el fondo del problema. 

Hemos visto que de la gran masa social de mercancías salen dos grandes porciones: aquellas a las que nos hemos venido refiriendo. Pero esto no basta ni puede bastar. Si la explotación de los obreros no tuviese más finalidad que asegurar a sus explotadores una vida de opulencia, la sociedad actual sería una especie de sociedad esclavista modernizada o de feudalismo medieval puesto al día, y no la sociedad capitalista en que vivimos. La razón de ser vital y la misión específica de este tipo de sociedad es la ganancia en forma de dinero, la acumulación de capital dinero. Por tanto, el verdadero sentido histórico de la producción actual comienza allí donde la explotación rebasa aquella línea. La plusvalía, además de bastar para atender a la existencia «digna» de la clase capitalista, tiene que ser lo suficientemente holgada para que pueda destinarse una parte de ella a la acumulación. Más aún: esta finalidad primordial es tan decisiva, que los obreros solo encuentran trabajo, y por tanto posibilidades para procurarse medios de subsistencia, en la medida en que creen este beneficio destinado a la acumulación y las perspectivas sean propicias a que pueda acumularse, real y verdaderamente, en forma de dinero.

Por consiguiente, en nuestro imaginario stock general de mercancías de la sociedad capitalista tiene que contenerse, además de las dos porciones conocidas, una tercera que no se destine ni a reponer los medios de producción consumidos ni a mantener a los capitalistas y a los obreros. Una porción de mercancías que encierre esa parte inapreciable de la plusvalía arrancada a los obreros, en la que reside, como decimos, la razón de ser vital del capitalismo: la ganancia destinada a la capitalización, a la acumulación. ¿Qué clase de mercancías son estas y quién ofrece demanda para ellas en la sociedad, es decir, quién se las toma a los capitalistas, permitiéndoles, por fin, embolsarse en dinero contante y sonante la parte primordial de la ganancia?

Con esto, tocamos al verdadero nervio del problema de la acumulación y hemos de examinar todas las tentativas que se han hecho para resolverlo.

¿Puede partir esa demanda de los obreros, a quienes se destina la segunda porción de mercancías del stock social? Sabemos que los obreros no poseen más medios de compra que aquellos que les suministran los industriales en forma de salario, salario que les permite adquirir la parte del producto global de la sociedad estrictamente indispensable para vivir. Agotado el salario, no pueden consumir ni un céntimo más de mercancías capitalistas, por muchas y grandes que sean sus necesidades. Además, la aspiración y el interés de la clase capitalista tienden a medir esta parte del producto global de la sociedad consumida por los obreros y los medios de compra destinados a ello, no con esplendidez precisamente, sino, por el contrario, con la máxima estrechez. Pues, desde el punto de vista de los capitalistas como clase —y es muy importante tener en cuenta este punto de vista y no confundirlo con las ideas más o menos confusas que pueda formarse un capitalista individual—, los obreros no son, para el capitalismo, compradores de mercancías, «clientes» como otros cualesquiera, sino simplemente fuerza de trabajo, cuya manutención a costa de una parte de su producto constituye una triste necesidad, necesidad que hay que reducir, naturalmente, al mínimo socialmente indispensable. 

¿Acaso puede partir de los propios capitalistas la demanda para esta última porción de su masa social de mercancías, extendiendo el radio de su consumo privado? La cosa sería, de suyo, factible, a pesar de que el lujo de la clase dominante, y no solo el lujo, sino los caprichos y fantasías de todo género, dejan ya poco que desear. Pero, si los capitalistas se gastasen alegremente la plusvalía íntegra estrujada a sus obreros, la acumulación se caería por su base. La sociedad moderna retrocedería —retroceso totalmente fantástico, desde el punto de vista del capital— a una especie de sociedad esclavista o de feudalismo modernizados. Y lo que puede ocurrir y a veces se pone en práctica con todo celo es lo contrario precisamente: la acumulación capitalista con formas de explotación propias de la esclavitud o de la servidumbre de la gleba perduró hasta después de mediados del siglo pasado en los Estados Unidos, y puede observarse todavía hoy en Alemania y en distintas colonias de ultramar. Pero el caso opuesto, o sea, la forma moderna de la explotación, el asalariado libre, combinado con la disipación trasnochada, antigua o feudal, de la plusvalía, olvidando la acumulación, sería un delito contra el espíritu santo del capitalismo y es sencillamente inconcebible. Volvemos a encontrarnos aquí, evidentemente, con que no coinciden, ni mucho menos, el punto de vista del capital global con el de los capitalistas individuales. Para estos, el lujo de los «grandes señores», por ejemplo, constituye una apetecible dilatación de la demanda, y por tanto una magnífica y nada despreciable ocasión para acumular. En cambio, para los capitalistas todos como clase, la dilapidación de toda la plusvalía en forma de lujo sería una locura, un suicidio económico, ya que supondría matar de raíz la acumulación.

¿De dónde, pues, pueden salir los compradores, los consumidores para esa porción social de mercancías sin cuya venta no sería posible la acumulación? Hasta ahora, hay una cosa clara, y es que esos consumidores no pueden salir de la clase obrera ni de la clase capitalista.

¿Pero es que en la sociedad no hay toda una serie de sectores, los empleados, los militares, el clero, los intelectuales, los artistas, etc., que no cuentan entre los capitalistas ni entre los obreros? ¿Acaso todos estos sectores de la población no tienen que atender también a sus necesidades de consumo? ¿No serán ellos los consumidores que buscamos para el remanente aludido de mercancías? Desde luego, para el capitalista individual, indudablemente. Pero la cosa cambia si enfocamos a todos los capitalistas como clase, si tenemos en cuenta, no los capitales aislados, sino el capital global de la sociedad. En la sociedad capitalista, todos esos sectores y profesiones a que aludimos no son, económicamente considerados, más que apéndices o satélites de la clase capitalista. Si investigamos de dónde salen los recursos de los empleados, militares, clero, artistas, etc., veremos que salen en parte del bolsillo de los capitalistas y en parte (por medio del sistema de los impuestos indirectos) de los salarios de la clase obrera. Por tanto, estos sectores no cuentan ni pueden contar, económicamente considerados, para el capital global de la sociedad como clase especial de consumidores, ya que no poseen potencia adquisitiva propia, hallándose comprendidos ya en el consumo de las dos grandes masas: los capitalistas y los obreros.

Por el momento, no vemos, pues, de dónde pueden salir los consumidores, los clientes para dar salida a esta última porción de mercancías, sin cuya venta no hay acumulación posible.

Y es lo cierto que la solución del problema no puede ser más sencilla. Tal vez nos esté ocurriendo lo de aquel jinete que buscaba desesperadamente el caballo que montaba. ¿Acaso no serán también los capitalistas los consumidores recíprocos de este resto de mercancías a las que buscamos salida, no para comérselas, ciertamente, sino para ponerlas al servicio de la nueva producción, al servicio de la acumulación? ¿Pues, qué es la acumulación sino el incremento de la producción capitalista? Ahora bien, para esto sería necesario que aquellas mercancías no fuesen precisamente artículos de lujo destinados al consumo privado de los capitalistas, sino medios de producción de todo género (nuevo capital constante) y medios de subsistencia para la clase trabajadora.

Está bien. Pero el caso es que semejante solución no haría más que aplazar la dificultad por unos momentos. En efecto, concedido que la acumulación se ponga en marcha y que, al año siguiente, la producción incrementada arroje al mercado una masa mucho mayor de mercancías que la del año actual, surge esta cuestión: ¿Dónde encontrar, cuando ese momento llegue, la salida para esta masa de mercancías acrecentadas?

Acaso se contestará que esta masa acrecentada de mercancías volverá a ser consumida al año siguiente por el intercambio mutuo entre los capitalistas, empleándose por todos ellos para acrecentar nuevamente la producción, y así sucesivamente, de un año para otro. Pero esto no sería más que un tiovivo que giraría en el vacío sin cesar. Esto no sería acumulación capitalista, es decir, acumulación de capital-dinero, sino todo lo contrario: un producir mercancías simplemente por producirlas, lo que, desde el punto de vista capitalista constituye el más completo absurdo. Si llegamos a la conclusión de que los capitalistas, considerados como clase, son siempre los consumidores de sus propias mercancías, de su masa global de mercancías —prescindiendo de la parte que necesariamente tienen que asignar a la clase obrera para su conservación—, si son ellos siempre los que se compran a sí mismos las mercancías producidas con su propio dinero y los que tienen que convertir en oro de este modo la plusvalía que encierran aquellas, ello equivaldrá a reconocer que el incremento de las ganancias, la acumulación por parte de la clase capitalista es un hecho imposible.

Para que pueda haber acumulación, necesariamente tienen que existir clientes distintos para la porción de mercancías que contienen la ganancia destinada a la acumulación, clientes que tengan de fuente propia sus medios adquisitivos y no necesiten ir a buscarlos al bolsillo de los capitalistas, como ocurre con los obreros o con los colaboradores del capital: funcionarios públicos, militares, clero y profesionales liberales. Ha de tratarse, pues, de clientes que obtengan sus medios adquisitivos como fruto de un intercambio de mercancías, y por tanto de una producción de mercancías, que se desarrolle al margen de la producción capitalista; ha de tratarse, en consecuencia, de productores cuyos medios de producción no tengan la categoría de capital y a quienes no pueda incluirse en ninguna de las dos categorías de capitalistas y obreros, aunque, por unas razones o por otras, brinden un mercado a las mercancías del capitalismo.

¿Quiénes pueden ser estos clientes? En la sociedad actual, no hay más clases ni más sectores sociales que los obreros y los capitalistas con toda su cohorte de parásitos.

Hemos llegado al nervio del problema. En el libro segundo de El capital, Marx parte, como en el libro primero, del supuesto de que la producción capitalista es la forma única y exclusiva de producción. En el libro primero dice:

«Aquí hacemos caso omiso del comercio de exportación por medio del cual un país puede trocar por medios de producción y de subsistencia artículos de lujo, y viceversa. Para enfocar el objeto de nuestra investigación en toda su pureza, libre de las circunstancias concomitantes que puedan oscurecerlo, tenemos que considerar aquí todo el mundo comercial como una sola nación y suponer que la producción capitalista está consolidada en todas partes y se ha adueñado de todas las ramas industriales».

Y en el libro segundo: «Fuera de esta clase [la de los capitalistas], no existe, según el supuesto de que partimos —régimen general y exclusivo de producción capitalista—, ninguna otra clase más que la obrera». Es evidente que, bajo estas condiciones, en nuestra sociedad no existen más que capitalistas, con todo su séquito, y proletarios asalariados; es inútil que queramos descubrir otras capas sociales, otros productores y consumidores de mercancías. Y si es así, nos encontramos con que la acumulación capitalista se enfrenta, como me he esforzado en demostrar, con ese problema insoluble en el que hemos tropezado. Ya podemos volvernos del lado que queramos; mientras reconozcamos que en la sociedad actual no hay más clases que la capitalista y la obrera, los capitalistas, considerados como clase, se verán en la imposibilidad de deshacerse de las mercancías sobrantes para convertir la plusvalía en dinero y poder de este modo acumular capital. Pero el supuesto de que parte Marx no es más que una simple premisa teórica, que él sienta para facilitar y simplificar la investigación. En realidad, la producción capitalista no es, ni mucho menos, régimen único y exclusivo, como todo el mundo sabe y como el propio Marx recalca de vez en cuando en su obra. En todos los países capitalistas, aun en aquellos de industria más desarrollada, quedan todavía, junto a las empresas capitalistas agrícolas e industriales, numerosas manifestaciones de tipo artesano y campesino, basadas en el régimen de la producción de mercancías. En la misma Europa existen todavía, al lado de los viejos países capitalistas, otros en que predominan aún de un modo muy considerable, como acontece en Rusia, los países balcánicos y escandinavos y España, este tipo de producción artesana y campesina. Y, finalmente, junto a los países capitalistas de Europa y Norteamérica, quedan todavía continentes enormes en los que la producción capitalista solo empieza a manifestarse en unos cuantos centros dispersos, presentando en la inmensidad de su superficie las más diversas formas económicas, desde el comunismo primitivo hasta el régimen feudal, campesino y artesano. Y todas estas formas de sociedad y de producción no solo coexisten o han coexistido con el capitalismo, en pacífica convivencia dentro del espacio, sino que desde los comienzos de la era capitalista se establece entre ellas y el capitalismo europeo un intenso proceso de intercambio de carácter muy particular. La producción capitalista, como auténtica producción de masas que es, no tiene más remedio que buscar clientela en los sectores campesinos y artesanos de los países viejos y en los consumidores del resto del mundo, a la par que no puede tampoco desenvolverse técnicamente sin contar con los productos (medios de producción y de subsistencia) de todos estos sectores y países. Así se explica que, desde los primeros momentos se desarrollase entre la producción capitalista y el medio no capitalista que la envolvía un proceso de intercambio en que el capital, al mismo tiempo que encontraba la posibilidad de realizar en dinero contante su plusvalía, para los fines de su capitalización intensiva, se aprovisionaba de las mercancías necesarias para desarrollar su propia producción, y, finalmente, se abría paso para la conquista de nuevas fuerzas de trabajo proletarizadas, mediante la descomposición de todas aquellas formas de producción no capitalistas.

Pero esto no es más que el contenido económico escueto del proceso a que nos referimos. En su forma concreta de manifestarse en la realidad, este fenómeno forma el proceso histórico del desarrollo del capitalismo en la escena mundial con toda su variedad agitada y multiforme.

En efecto, el intercambio del capital con los medios no capitalistas empieza tropezando con todas las dificultades propias de la economía natural, con el régimen social tranquilo y seguro, y las necesidades restringidas de una economía campesina patriarcal y de una sociedad de artesanado. Para resolver estas dificultades, el capital acude a «remedios» heroicos, echa mano del hacha del poder político. En la misma Europa, su primer gesto es derribar revolucionariamente la economía natural del feudalismo. En los países de ultramar, su primer gesto, el acto histórico con que nace el capital y que desde entonces no deja de acompañar ni un solo momento a la acumulación, es el sojuzgamiento y el aniquilamiento de la comunidad tradicional. Con la ruina de aquellas condiciones primitivas, de economía natural, campesinas y patriarcales de los países viejos, el capitalismo europeo abre la puerta al intercambio de la producción de mercancías, convierte a sus habitantes en clientes obligados de las mercancías capitalistas, y acelera, al mismo tiempo, en proporciones gigantescas, su proceso de acumulación, desfalcando de un modo directo y descarado los tesoros naturales y las riquezas atesoradas por los pueblos sometidos a su yugo. Desde comienzos del siglo XIX estos métodos se desarrollan paralelamente con la exportación del capital acumulado de Europa a los países no capitalistas del resto del mundo, donde, sobre un nuevo campo, sobre las ruinas de las formas indígenas de producción, conquistan nuevos clientes para sus mercancías y, por tanto, nuevas posibilidades de acumulación.

De este modo, mediante este intercambio con sociedades y países no capitalistas, el capitalismo va extendiéndose más y más, acumulando capitales a costa suya, al mismo tiempo que los corroe y los desplaza para suplantarlos. Pero cuantos más países capitalistas se lanzan a esta caza de zonas de acumulación y cuanto más van escaseando las zonas no capitalistas susceptibles de ser conquistadas por los movimientos de expansión del capital, más aguda y rabiosa se hace la concurrencia entre los capitales, transformando esta cruzada de expansión en la escena mundial en toda una cadena de catástrofes económicas y políticas, crisis mundiales, guerras y revoluciones.

De este modo, el capital va preparando su bancarrota por dos caminos. De una parte porque, al expandirse a costa de todas las formas no capitalistas de producción, camina hacia el momento en que toda la humanidad se compondrá exclusivamente de capitalistas y proletarios asalariados, haciéndose imposible, por tanto, toda nueva expansión y, como consecuencia de ello, toda acumulación. De otra parte, en la medida en que esta tendencia se impone, el capitalismo va agudizando los antagonismos de clase y la anarquía política y económica internacional en tales términos que, mucho antes de que se llegue a las últimas consecuencias del desarrollo económico, es decir, mucho antes de que se imponga en el mundo el régimen absoluto y uniforme de la producción capitalista, sobrevendrá la rebelión del proletariado internacional, que acabará necesariamente con el régimen capitalista.

Tal es, en síntesis, el problema y su solución, como yo los veo. Parecerá a primera vista que se trata de una sutileza puramente teórica. Sin embargo, la importancia práctica del problema es bien evidente. Esta importancia práctica reside en sus conexiones íntimas con el hecho más destacado de la vida política actual: el imperialismo. Las características típicas externas del período imperialista, la lucha reñida entre los Estados capitalistas por la conquista de colonias y órbitas de influencia y posibilidades de inversión para los capitales europeos, el sistema internacional de empréstitos, el militarismo, los fuertes aranceles protectores, la importancia predominante del capital bancario y de los consorcios industriales en la política mundial, son hoy hechos del dominio general. Y su íntima conexión con la última fase del desarrollo capitalista, su importancia para la acumulación del capital, son tan evidentes, que los conocen y reconocen abiertamente tanto los defensores como los adversarios del imperialismo. Pero los socialistas no pueden limitarse a este reconocimiento puramente empírico. Para ellos, es obligado investigar y descubrir con toda exactitud las leyes económicas que rigen estas relaciones, las verdaderas raíces de ese grande y abigarrado complejo de fenómenos que forma el imperialismo. En este como en tantos otros casos, no podremos luchar contra el imperialismo con la seguridad, la claridad de miras y la decisión indispensables en la política del proletariado, si antes no enfocamos el problema en sus raíces con una absoluta claridad teórica. Antes de aparecer El capital de Marx, los hechos característicos de la explotación, del plustrabajo y de la ganancia eran sobradamente conocidos. Pero fueron la teoría exacta y precisa de la plusvalía y de su formación, la teoría de la ley del salario y del ejército industrial de reserva, cimentadas por Marx sobre la base de su teoría del valor, las que sentaron la práctica de la lucha de clases sobre la base firme, férrea, en que se desenvolvió hasta la guerra mundial el movimiento obrero alemán y, siguiendo sus huellas, el movimiento obrero internacional. Ya se sabe que la teoría por sí sola no basta y que, a veces, con la mejor de las teorías, puede seguirse la más lamentable de las prácticas; la bancarrota de la socialdemocracia alemana lo demuestra de un modo bien elocuente. Pero esta bancarrota no ha sobrevenido precisamente por culpa de la conciencia teórica marxista, sino a pesar de ella, y el único camino para remediarlo es volver a poner la realidad del movimiento obrero en consonancia y al unísono con su teoría. La orientación general de la lucha de clases, y su planteamiento en un campo especial e importante de problemas, solo pueden tener un cimiento firme que sirva de trinchera a nuestras posiciones en la teoría marxista, en los tesoros tantas veces inexplorados de las obras fundamentales de Marx.

Que las raíces económicas del imperialismo residen, de un modo específico, en las leyes de la acumulación del capital, debiendo ponerse en concordancia con ellas, es cosa que no ofrece lugar a dudas, ya que el imperialismo no es, en términos generales, según demuestra cualquier apreciación empírica vulgar, más que un método específico de acumulación. Ahora bien, ¿cómo es posible esto si nos atenemos cerradamente al supuesto de que parte Marx en el libro segundo de El capital, al supuesto de una sociedad basada exclusivamente en la producción capitalista y en que, por tanto, la población se divide toda ella en capitalistas y obreros asalariados?

Cualquiera que sea la explicación que se dé de los resortes económicos e internos del imperialismo, hay una cosa que es desde luego clara y que todo el mundo conoce, y es que la esencia del imperialismo consiste precisamente en extender el capitalismo de los viejos países capitalistas a nuevas zonas de influencia y en la competencia de estas zonas nuevas. Ahora bien; en el libro segundo de su El capital, Marx supone, como hemos visto, que el mundo entero forma ya «una nación capitalista», habiendo sido superadas todas las demás formas de economía y de sociedad. ¿Cómo explicar, pues, la existencia del imperialismo en una sociedad como esta, en la que no existe margen alguno para su desarrollo?

Al llegar aquí, he creído que era obligada la crítica. El admitir teóricamente una sociedad exclusivamente compuesta de capitalistas y obreros es un supuesto perfectamente lícito y natural cuando se persiguen determinados fines de investigación —como acontece en el libro primero de El capital, con el análisis de los capitales individuales y de sus prácticas de explotación en la fábrica—, pero a mí me parecía que resultaba inoportuno y perturbador al enfocar el problema de la acumulación del capital social en bloque. Como este fenómeno refleja el verdadero proceso histórico de la evolución capitalista, yo entendía que era imposible estudiarlo sin tener presentes todas las condiciones de esta realidad histórica. La acumulación del capital, concebida como proceso histórico, se abre paso, desde el primer día hasta el último, en un medio de formaciones precapitalistas de la más variada especie, debatiéndose políticamente con ellas en lucha incesante y estableciendo con ellas también un intercambio económico permanente. Y si esto es así, ¿cómo podría enfocarse acertadamente este proceso y las leyes de su dinámica interna aferrándose a una ficción teórica muerta, para la que no existen aquel medio ambiente, aquella lucha, ni aquel intercambio?

Me parecía que, planteadas así las cosas, la fidelidad a la teoría de Marx exigía precisamente apartarse de la premisa sentada en el libro primero de El capital, tan indicada y tan fructífera allí, para plantear el problema de la acumulación, concebida como proceso global, sobre la base concreta del intercambio entre el capital y el medio histórico que lo rodea. Haciéndolo así, la explicación del proceso se derivó, a mi juicio, de las enseñanzas fundamentales de Marx y se halla en perfecta armonía con el resto de su obra económica maestra, sin que para armonizarlo con ella haya que forzar nada.

Marx plantea el problema de la acumulación del capital global, pero sin llegar a darle la solución. Es cierto que empieza sentando como premisa de su análisis la de aquella sociedad puramente capitalista, pero sin llevar a término el análisis sobre esta base, antes bien, interrumpiendo precisamente cuando llegaba a este problema cardinal. Para ilustrar sus ideas, traza algunos esquemas matemáticos, pero apenas había comenzado a interpretarlos en el sentido de sus posibilidades prácticas sociales y a revisarlos desde este punto de vista, cuando la enfermedad y la muerte le arrancaron la pluma de la mano. La solución de este problema, como la de tantos otros, quedaba reservada a sus discípulos, y mi Acumulación no perseguía otra finalidad que la de un ensayo sobre este tema.

Cabía reputar acertada o falsa la solución propuesta por mí, criticarla, impugnarla, completarla, dar al problema otra solución. No se hizo nada de eso. Ocurrió algo inesperado: los «técnicos» declararon que no existía problema alguno que resolver. Que las manifestaciones de Marx en el libro segundo de El capital bastaban para explicar y agotar el fenómeno de la acumulación y que en estas páginas se demostraba palmariamente, por medio de los esquemas, que el capital podía expandirse de un modo excelente y la producción extenderse sin necesidad de que existiese en el mundo más producción que la capitalista, que esta tenía en sí misma su mercado y que solo mi rematada ignorancia e incapacidad para comprender lo que es el ABC de los esquemas marxistas me podía haber llevado a ver aquí semejante problema.

LOS CRÍTICOS

Es cierto que entre los economistas se viene discutiendo desde hace un siglo sobre el problema de la acumulación y sobre la posibilidad de realización de la plusvalía: en los años 1820 y siguientes, fueron las controversias de Sismondi-Say, Ricardo-MacCulloch; en los años 50 y siguientes, las polémicas de Rodbertus y Kirchmann; en las décadas del 80 y del 90, las discusiones entre los populistas rusos y los marxistas. Los teóricos más eminentes de la economía política en Francia, Inglaterra, Alemania y Rusia no han cesado de ventilar estos problemas, antes y después de publicarse El capital de Marx. Y dondequiera que una aguda crítica social estimulaba las inquietudes espirituales en materia de economía política, encontramos a los investigadores torturados por este problema.

Es cierto que el libro segundo de El capital no es como el primero, una obra terminada, sino una obra incompleta, una compilación suelta de fragmentos y apuntes más o menos perfilados, de esos que los investigadores suelen trazar para poner en claro sus propias ideas, y que las enfermedades impidieron constantemente a su autor terminar. Y entre estos apuntes, el análisis de la acumulación del capital global, último capítulo del manuscrito, es precisamente el que peor parado sale: solo abarca 35 míseras páginas de las 450 que cuenta el libro, quedando interrumpido de improviso.

Marx creía, según el testimonio de Engels, que este último capítulo del volumen «necesitaba de una urgente refundición» y que no constituía, siempre según el mismo testimonio, «más que un estudio provisional del tema». En el transcurso de sus investigaciones, Marx iba dejando siempre para el final de su obra el problema de la realización de la plusvalía, planteando las dudas que este problema le sugería cada vez bajo una forma nueva, patentizando ya con ello la dificultad que el problema presentaba.

Es cierto que entre las premisas de este breve fragmento en que Marx, al final del libro segundo, trata de la acumulación, y en las manifestaciones del libro tercero, en que describe «la dinámica global del capital», se revelan flagrantes contradicciones, puestas de manifiesto en mi obra con todo detalle, contradicciones que afectan también a varias leyes importantes del libro primero.

Es cierto que la tendencia arrolladora de la producción capitalista a penetrar en los países no capitalistas se manifiesta desde el instante mismo en que aquella comparece en la escena histórica, se extiende como un ritornello incesante a lo largo de toda su evolución, ganando cada vez más en importancia, hasta convertirse, por fin, desde hace un cuarto de siglo, al llegar la fase del imperialismo, en el factor predominante y decisivo de la vida social.

Es cierto que todo el mundo sabe que no ha habido jamás hasta hoy ni hay en la actualidad un solo país en que impere con carácter único y exclusivo la producción capitalista y en que solo existan capitalistas y obreros asalariados. Esa sociedad ajustada a las premisas del libro segundo de El capital no existe ni ha existido jamás en la realidad histórica concreta.

No importa. Los «sabios» oficiales del marxismo declaran que el problema de la acumulación no existe, que este problema ha quedado definitivamente resuelto por Marx. La curiosa premisa de la acumulación en el libro segundo no les estorba, pues jamás vieron en ella nada de particular. Hoy, obligados a fijarse en esta circunstancia, encuentran la singularidad como la cosa más natural del mundo, se aferran tercamente a esta manera de pensar y se revuelven furiosamente contra quien pretende descubrir un problema allí donde el marxismo oficial se ha pasado años y años sin encontrar más que complacencia en sí mismo. Estamos ante un caso tan manifiesto de degeneración doctrinal, que solo encuentra un precedente en aquel sucedido anecdótico de los eruditos a la violeta que se conoce con el nombre de la historia de la «hoja traspapelada» en los Prolegómenos, de Kant.

El mundo filosófico se pasó un siglo entero debatiéndose apasionadamente en torno a los diversos misterios de la teoría kantiana, y muy especialmente la de los Prolegómenos, y la interpretación de esta teoría provocó la creación de toda una serie de escuelas, enfrentadas las unas con las otras. Hasta que el profesor Waihinger esclareció, si no todos, por lo menos los más oscuros de estos enigmas de la manera más sencilla del mundo demostrando que una parte del párrafo 4 de los Prolegómenos, que no había manera de conciliar con el resto del capítulo, pertenecía al párrafo 2, del que se había desglosado por un error de impresión en la edición original, para colocarlo en un lugar que no era el suyo. Hoy, cualquier lector sencillo de la obra se da cuenta de la cosa inmediatamente. Pero no así los eruditos a la violeta, que se pasaron un siglo entero construyendo largas y profundas teorías sobre un error de imprenta. No ha faltado, en efecto, un hombre cargado de ciencia y profesor en la Universidad de Bonn, que se descolgó con cuatro artículos en los Cuadernos filosóficos, demostrando ce por be, y muy enfadado, que «no había tal trasposición de hojas»; que, lejos de ello, aquel error de impresión nos presentaba de cuerpo entero, en toda su pureza y autenticidad, la teoría de Kant, y que quien se atreviese a hablar aquí de un error tipográfico era que no entendía ni una palabra de la filosofía kantiana.

Algo parecido es lo que hacen hoy los «sabios» al aferrarse a la premisa del libro segundo de El capital de Marx y a los esquemas matemáticos trazados por él. La duda cardinal de mi crítica es la de que estos esquemas matemáticos puedan probar nada en materia de acumulación, ya que el supuesto histórico de que parten es insostenible. Y a esta duda se quiere contestar diciendo: la solución de los esquemas no puede ser más clara; por tanto, el problema de la acumulación está resuelto, no existe. 

¿Cabe ejemplo más elocuente del culto ortodoxo a las fórmulas?

Otto Bauer procede a investigar en Neue Zeit el problema planteado por mí, el problema de cómo se realiza la plusvalía, en los términos siguientes: construye cuatro grandes cuadros con cifras, y no se contenta con las letras latinas que Marx empleaba para designar abreviadamente el capital constante y el variable, sino que pone de su cosecha, además, unas cuantas letras griegas. Gracias a esto, sus cuadros presentan un aspecto más aterrador todavía que los esquemas de El capital de Marx. El autor se propone demostrarnos con todo este aparato cómo dan salida los capitalistas, después de renovar el capital consumido, a aquel remanente de mercancías en que se encierra la plusvalía destinada a la capitalización: «pero, además [después de reponer los medios de producción viejos], los capitalistas aspiran a invertir en ampliar la industria existente o en crear nuevas industrias, la plusvalía acumulada por ellos durante el primer año. Si al año siguiente se proponen invertir un capital incrementado en 12.500, tienen necesariamente que construir ya desde ahora nuevas fábricas, comprar nuevas máquinas, reforzar sus existencias de materias primas, etc., etc.». (Neue Zeit, 1913, n. 24, p. 863.) 

Así quedaría resuelto el problema. Si «los capitalistas aspiran» a extender su producción, necesitan, evidentemente, más medios de producción que antes; y los unos ofrecen salida a las mercancías de los otros, y viceversa. Al mismo tiempo, necesitarán más obreros y, por tanto, más medios de subsistencia para estos obreros, medios de subsistencia elaborados también por ellos mismos. De este modo se dará salida a todo el sobrante de medios de producción y de subsistencia, y la acumulación podrá seguir su curso. Como se ve, todo depende de que los capitalistas «aspiren» en realidad a extender su producción. ¿Y por qué no van a aspirar a ello? ¡Ya lo creo que «aspiran»! «He aquí cómo puede realizarse todo el valor de la producción de ambas órbitas, y por tanto, toda la plusvalía», declara Bauer triunfante, deduciendo de ello la siguiente conclusión: 

«Del mismo modo, siguiendo el cuadro IV nos convenceremos de que el valor íntegro de la producción de ambas órbitas encuentra salida sin interrupción y la plusvalía total se realiza en cada uno de los años siguientes. La compañera Luxemburg se equivoca, por tanto, cuando cree que la parte de plusvalía acumulada puede no realizarse» (loc. cit., p. 866).

Pero Bauer no advierte que para llegar a este brillante resultado no hacían falta cálculos tan largos y tan minuciosos sobre sus cuatro cuadros, con fórmulas anchas y largas, prendidas entre corchetes cuadrados y triangulares. En efecto, el resultado a que él llega no se desprende, ni mucho menos, de sus fórmulas, sino que es, sencillamente, la premisa de que parte. Bauer se limita a dar por sentado lo que se trataba de demostrar; a eso se reduce toda su «demostración».

Cuando un capitalista quiere ampliar la producción, y quiere ampliarla, sobre poco más o menos, en las mismas proporciones del capital adicional que posee, le basta con meter el nuevo capital en la propia producción capitalista (siempre y cuando, naturalmente, que produzca todos los medios de producción y de subsistencia necesarios); haciéndolo así, no le quedará ningún remanente invendible de mercancías; ¿cabe nada más claro ni más sencillo? ¿Hace falta acudir a fórmulas salpicadas de letras latinas y griegas para «probar» esto, que es la evidencia misma?

Lo que se trata de saber es si los capitalistas, que «aspiran» siempre, como es lógico, a acumular, pueden hacerlo; es decir, si encuentran o no salida, mercado para su producción a medida que ésta se va acrecentando, y dónde. Y a esta pregunta no se puede contestar con operaciones aritméticas plagadas de cifras imaginarias sobre el papel, sino con el análisis de las leyes económico-sociales que rigen la producción.

Si preguntamos a estos «sabios»: el que los capitalistas «aspiren» a ampliar la producción está muy bien, ¿pero a quién van a vender, si lo consiguen, la masa acrecentada de sus mercancías? Nos contestarán: «Los mismos capitalistas se encargarán de darles salida en sus industrias, conforme vayan creciendo, puesto que ellos «aspiran» siempre a extender constantemente la producción».

«Y los esquemas mismos se encargan de demostrar quién compra los productos», declara lapidariamente G. Eckstein, el crítico del Vorwärts.

En una palabra, los capitalistas amplían todos los años su producción exactamente en la medida de la plusvalía por ellos atesorada, abriendo así mercado a sus propios productos, razón por la cual este asunto no les produce ningún género de desvelos. Esta afirmación es el punto de partida de toda la argumentación. Pero, para hacer una afirmación semejante, no hace falta acudir a fórmulas matemáticas de ninguna especie que, además, no podrían jamás probarla. La idea simplista de que las fórmulas matemáticas son lo principal aquí y pueden probar la posibilidad económica de semejante acumulación, es un ejemplo regocijante de la «sabiduría» de estos guardianes del marxismo y hará revolverse en su tumba a Marx.

A Marx no se le ocurrió jamás, ni en sueños, pensar que sus esquemas matemáticos tuviesen el valor de pruebas para demostrar que la acumulación solo podía darse en una sociedad integrada por capitalistas y obreros. Marx investigó la mecánica interna de la acumulación capitalista, poniendo de manifiesto las leyes económicas concretas que gobiernan este proceso. Su argumentación es, sobre poco más o menos, esta: para que pueda existir acumulación del capital global de la sociedad, es decir, de la clase capitalista en bloque, tienen que mediar ciertas relaciones cuantitativas muy precisas entre los dos grandes sectores de la producción social: la de los medios de producción y la de los medios de subsistencia. Solo cuando se den y se respeten estas relaciones, de tal modo que uno de los grandes sectores de la producción labore constantemente para el otro, puede desarrollarse la incrementación progresiva de la producción y, con ella —como la finalidad a que responde todo—, la acumulación también progresiva de capital en ambas esferas. Ahora bien, para exponer claramente y con toda precisión su pensamiento, Marx traza un ejemplo matemático, un esquema con cifras imaginarias, diciendo: tal es la proporción que deben guardar entre sí los distintos factores del esquema (capital constante, capital variable y plusvalía) para que pueda desarrollarse la acumulación.

Entiéndase bien: para Marx, los esquemas matemáticos no son más que ejemplos destinados a ilustrar su pensamiento económico, del mismo modo que el Tableau économique de Quesnay no es más que un ejemplo ilustrativo de su teoría, y los mapas del universo trazados en distintas épocas una ilustración de las ideas astronómicas y geográficas imperantes en cada una de ellas. Si las leyes de la acumulación demostradas, o mejor dicho, esbozadas fragmentariamente por Marx, son o no exactas, solo podrá probarlo, evidentemente, su análisis económico, su comparación con otras leyes demostradas por Marx, el examen de las diversas consecuencias a que conducen, la demostración de las premisas de que parten, etc. Pero ¿qué pensar de «marxistas» que rechazan como una quimera de cerebros enfermos todo lo que envuelva una crítica semejante, pretendiendo que la exactitud de esas leyes está suficientemente probada por los esquemas matemáticos? Yo me atrevo a dudar de que una sociedad formada exclusivamente por capitalistas y obreros, como aquella en que se basa el esquema de Marx, deje margen a la acumulación, y opino que el desarrollo de la producción capitalista en bloque no puede encerrarse en los cuadros de un esquema que refleja la relación entre diversas empresas puramente capitalistas. Y los «sabios» me contestan: ¡claro que es posible eso! Que es posible lo prueba claramente «el cuadro IV», «lo demuestran palmariamente los esquemas»; es decir, que el hecho de que todas las series numéricas imaginarias puestas como ejemplo puedan sumarse y restarse limpiamente sobre el papel, demuestra lo que se trataba de demostrar. 

En la Antigüedad, la gente creía en la existencia de diversos seres fabulosos: gnomos, hombres con un ojo en la frente, con un brazo y una pierna, etc. ¿Acaso dudamos de que existiesen jamás estos seres? No hay más que abrir un mapa universal cualquiera de aquellos tiempos y los veremos pintados. ¿Se quiere más prueba de que aquellas creencias de nuestros antepasados respondían plenamente a la realidad? Pero pongamos un ejemplo más concreto.

Supongamos que para el trazado de un ferrocarril desde la ciudad X a la ciudad Y se establece un cálculo de gastos, cifrándose con toda precisión el volumen que ha de alcanzar el tráfico anual de personas y mercancías para poder cubrir los gastos de amortización, los gastos de explotación, alimentar las «reservas» usuales y abonar, además, a los accionistas un dividendo «prudencial» del 5 por ciento, por ejemplo, en un principio, y luego del 8 por ciento. ¿Qué interesa a los fundadores de la compañía ferroviaria? Les interesa, ante todo, naturalmente, saber si el ferrocarril proyectado conseguirá o no en la realidad el volumen de tráfico necesario para garantizar la rentabilidad prevista en el plan de coste. Y, evidentemente, para contestar a esta pregunta es necesario disponer de datos acerca del tráfico que haya venido desarrollándose hasta ahora en el trayecto en cuestión, acerca de su importancia para el comercio y la industria, desarrollo de la población en las ciudades y los pueblos que ha de servir el ferrocarril y toda otra serie de factores económicos y sociales. Pero qué pensaríamos de aquel que nos dijese: ¿les preocupa a ustedes la rentabilidad de este ferrocarril? ¡Por Dios! El cálculo de costo lo explica con toda claridad. En él se dice a cuánto asciende el tráfico de personas y mercancías y se demuestra que estos ingresos arrojarán un dividendo inicial del 5 por ciento, que más tarde se convertirá en el 8 por ciento. Y el que no lo vea es que no ha comprendido el sentido, la finalidad ni la importancia del plan de costo. Cualquier persona en su sano juicio daría a entender al sabihondo, alzándose de hombros desdeñosamente, que su puesto era el manicomio o el cuarto de los niños. Y lo triste es que en el mundo de los guardianes oficiales del marxismo, estos sabihondos forman el areópago de los «sabios» encargados de discernir con su alta sabiduría quién comprende y quién tergiversa «el sentido, la finalidad y la importancia de los esquemas’ marxistas».

Ahora bien, ¿dónde está el nervio de la concepción que, al parecer, «prueban» los esquemas? Mi objeción era que para que pudiese haber acumulación tenía que darse la posibilidad de colocar en escala cada vez mayor las mercancías productivas, transformando en dinero la ganancia contenida en ellas. Sin esto, no cabe que la producción se extienda progresivamente ni cabe, por tanto, que haya acumulación progresiva. Veamos ahora dónde encuentran los capitalistas, considerados como clase, en bloque, este mercado progresivo. Mis críticos contestan: lo encuentran en ellos mismos, puesto que al ampliar más y más sus industrias (o crear otras nuevas) necesitan nuevos medios de producción para sus fábricas y nuevos medios de subsistencia para sus obreros. Según esto, la producción capitalista tiene en sí misma el mercado para sus productos, mercado que crece automáticamente al crecer la producción. Pero el problema cardinal desde el punto de vista capitalista es este: ¿cabe conseguir o acumular ganancia capitalista por este camino? Si no cabe, jamás habrá acumulación de capital.

Volvamos a poner un ejemplo sencillo. El capitalista A produce carbón, el capitalista B fabrica máquinas, el capitalista C lanza al mercado víveres. Supongamos que estas tres personas representan por sí solas el conjunto de los industriales capitalistas. Es evidente que si fabrica más máquinas, A podrá venderle más carbón, comprándole a su vez más maquinaria para aplicarla a sus minas. Esto hará que ambos necesiten más obreros, los cuales consumirán, como es lógico, más víveres, con lo que C encontrará a su vez un mercado mayor para sus productos, a la par que la necesidad de adquirir más carbón y más máquinas para su industria. Y este proceso circular y ascensional seguirá desarrollándose más y más… mientras nos movamos en el vacío. Veamos ahora cómo se plantea el problema de un modo un poco más concreto.

Acumular capital no es amontonar filas cada vez mayores de mercancías, sino convertir en capital-dinero un volumen cada vez mayor de productos. Entre la acumulación de la plusvalía en forma de mercancías y la aplicación de esta plusvalía al desarrollo de la producción, media un paso difícil y decisivo, lo que Marx llama el salto mortal de la producción de mercancías: la venta de estas por dinero. ¿Es que este problema solo existe para el capitalista individual y no afecta a la clase en conjunto, a la sociedad? Nada de eso. «Cuando se enfocan las cosas desde un punto de vista social» —dice Marx— «no se puede caer en la manera en que Proudhon copia de la economía burguesa, planteando los problemas como si una sociedad de producción capitalista considerada en bloque, como una totalidad, perdiese este su carácter específico histórico-económico. Todo lo contrario. Es como si se tratase de un capitalista global». (El capital, t. II.) Ahora bien, la acumulación de ganancia como capital en dinero constituye una de las características específicas más sustanciales de la producción capitalista, aplicable a la clase capitalista en general e individualmente a los industriales que la componen. Es el propio Marx quien subraya —y lo hace precisamente al estudiar la acumulación del capital en bloque— «la formación de nuevo capital en dinero, que acompaña a la verdadera acumulación y la condiciona, dentro del régimen capitalista». (El capital, t. II.) Y en el transcurso de su investigación no cesa de plantearse este problema: ¿cómo puede darse la acumulación de capital-dinero en la clase de los capitalistas? 

Partiendo de este punto de vista, examinemos ahora un poco de cerca la ingeniosa y profunda concepción de los «sabios». El capitalista A vende sus mercancías a B, obteniendo por tanto de este una plusvalía en dinero. B vende sus mercancías a A, quien le devuelve el dinero recibido, para que aquel pueda transformar en oro su plusvalía. A y B, a su vez, venden sus mercancías a C, quien les entrega por su plusvalía la suma de dinero correspondiente. Y este, ¿de quién las recibe? Solo puede recibirlas de A y B, puesto que, según la premisa de que se arranca, no existen más fuentes de realización de plusvalía, es decir, más consumidores de mercancías. ¿Pero es que por este camino pueden enriquecerse A, B y C, ni reunir nuevos capitales? Admitamos por un momento que aumenten las masas de mercancías destinadas al intercambio en poder de los tres, pudiendo por tanto aumentar también las masas de plusvalía que encierran. Admitamos asimismo que se consume la explotación, dándose de este modo la posibilidad de enriquecimiento, de acumulación. No basta, pues para que esta posibilidad se convierta en realidad ha de surgir el intercambio, la realización de la nueva plusvalía acrecentada en nuevo capital-dinero acrecentado. Entiéndase bien que aquí no indagamos como hace Marx repetidamente a lo largo del libro segundo de El capital, de dónde proviene el dinero lanzado a la circulación de la plusvalía, para acabar contestando: de los atesoradores. Lo que nosotros indagamos es esto: cómo entra nuevo capital-dinero en los bolsillos de los capitalistas, si nos obstinamos en pensar que estos son (aparte de los obreros) los únicos consumidores de sus mercancías respectivas. Según esto, el capital-dinero no haría más que cambiar constantemente de bolsillo.

Pero volvemos a preguntarnos: ¿No pisaremos acaso en terreno falso al plantear estos problemas? ¿Acaso no consistirá la acumulación de ganancias precisamente en este proceso de emigración constante del oro de un bolsillo capitalista a otro, en esta realización sucesiva y gradual de ganancias privadas, sin que la suma total de capital-dinero necesite incrementarse, puesto que esa pretendida «ganancia global» de todos los capitalistas tal vez no exista más que en la teoría abstracta?

Pero nos encontramos —¡oh dolor!— con que semejante suposición echaría por tierra el libro tercero de El capital. El nervio central de este volumen está precisamente en la teoría de la ganancia media, que es uno de los descubrimientos más importantes de la economía marxista. Este descubrimiento es el que infunde un sentido real a la teoría del valor desarrollada en el libro primero, teoría del valor en que se basa, a su vez, la teoría de la plusvalía, y todo el libro segundo, que se vendría también, si aquello fuese verdad, a tierra. La teoría económica marxista es inseparable de la idea del capital global de la sociedad concebido como una magnitud real y efectiva, que cobra expresión tangible en la ganancia global de la clase capitalista y en su distribución, y de cuya dinámica invisible proceden todos los movimientos visibles de los capitales individuales. La ganancia capitalista global es una magnitud económica mucho más real que la suma global de los salarios abonados en una época dada, por ejemplo. En efecto, esta no es más que una cifra estadística que resulta de sumar todos los salarios pagados en un período de tiempo; en cambio, la ganancia global se impone como un todo en la mecánica, puesto que mediante la concurrencia y los movimientos de precios la vemos repartirse a cada instante entre los capitales individuales, bajo la forma de ganancia media «usual en el país» o de ganancia extraordinaria.

Tenemos, pues, como resultado inconmovible, que el capital global de la sociedad arroja constantemente, bajo la forma de dinero, una ganancia global, ganancia que tiene que acrecentarse de un modo constante para que pueda haber acumulación global. Dígasenos ahora cómo es posible que esta suma se acreciente si sus partes no hacen más que cambiar de bolsillo «girando sin cesar» de unos a otros. 

Aparentemente, esto permitiría por lo menos —como hemos venido suponiendo hasta aquí— que aumentase la masa total de mercancías en que aparece incorporada la ganancia, siendo la única dificultad la de aprontar el dinero, lo que tal vez pudiera tener su explicación en la técnica de la circulación monetaria. Pero esto es también una apreciación aparente, puramente superficial. En estas condiciones, tampoco crecería la masa total de mercancías ni se podría ampliar la producción, puesto que la producción capitalista tiene por condición previa indispensable, desde el primer paso que da, la transformación en dinero, la realización total de la ganancia. A podrá vender a B, B a C y este a los dos primeros, masas de mercancías cada vez mayores y realizar las ganancias con ello obtenidas, siempre y cuando que uno de los tres, por lo menos, rompa este círculo vicioso y encuentre fuera de él mercado para sus productos. De otro modo, este devaneo terminará a las dos o tres vueltas. Véase, pues, cuánta es la profundidad de pensamiento de mis «sabios críticos» cuando exclaman:

«La compañera Luxemburg continúa: Nos movemos evidentemente dentro de un círculo vicioso. Producir más medios de consumo pura y exclusivamente para mantener a más obreros y fábricar más medios de producción con la exclusiva finalidad de darles trabajo es, desde el punto de vista capitalista, un absurdo. No es fácil comprender cómo pueden aplicarse estas palabras a los esquemas de Marx. La finalidad de la producción capitalista es la ganancia, ganancia que se deriva para los capitalistas del proceso que dejamos descrito; este, lejos de ser un absurdo para la mente capitalista, es, en su modo de ver, todo lo contrario: la encarnación de la razón misma, es decir, del afán de ganancia». (G. Eckstein, Vorwärts del 16 de febrero de 1913, suplemento.)

Lo que no resulta «fácil de comprender» es lo que debemos admirar más aquí: si la total incapacidad, simplemente confesada, para penetrar en la fundamental teoría marxista del capital global de la sociedad a diferencia de los capitales individuales, o la absoluta incomprensión del problema por mí planteado. Lo que yo digo es que el producir en escala cada vez mayor, por el mero hecho de producir, constituye, desde el punto de vista del capital, un absurdo, porque si así fuese —partiendo de las premisas a que se aferran los «sabios»— resultaría imposible que la clase global de los capitalistas realizase una ganancia, resultando también imposible, por tanto, toda acumulación. Y a esto se me contesta: No hay tal absurdo, puesto que procediendo así se acumula efectivamente ganancia. ¡Y por qué! ¿Lo sabe usted, señor sabio? Pues, sencillamente, porque la acumulación real de ganancia es un hecho que «se desprende» … de los esquemas matemáticos. De unos esquemas en los que, poniendo la pluma sobre el papel, trazamos filas de números a nuestro antojo, filas de números con las que luego hacemos operaciones matemáticas maravillosas. Sin tener para nada en cuenta el capital-dinero.

Es claro como la luz del día que todas nuestras razones se estrellarán irremisiblemente contra estos sólidos «sabios», pues no hay quien les mueva a apartarse del punto de vista del capitalista individual, punto de vista que si bien puede bastar en cierto modo para la comprensión del libro primero de El capital, es de todo punto falso cuando se trata de estudiar su circulación y reproducción. Los libros segundo y tercero de El capital, en los que resplandece como idea central la del capital global de la sociedad, son para ellos un capital muerto, del que se ha escapado el espíritu quedando solo la letra, los «esquemas» y las fórmulas. Desde luego, Marx no era ningún «sabio», pues no se contentaba, ni mucho menos, con el «proceso» aritmético de sus esquemas, sino que se preguntaba sin cesar: ¿Cómo puede darse en la clase capitalista la acumulación general, la formación de nuevos capitales en dinero? Quedaba reservado a los epígonos el convertir en un dogma cerrado las fecundas hipótesis del maestro, acariciando una satisfacción cumplida y harta allí donde un espíritu genial solo experimentaba la duda creadora.

Ahora bien, el punto de vista de los «sabios» nos lleva a una serie de consecuencias interesantes, que ellos no se han tomado, sin duda, el trabajo de analizar.

Primera consecuencia. Si la producción capitalista tiene en sí misma mercado ilimitado, es decir, si la producción y el mercado se identifican, las crisis, concebidas como manifestaciones periódicas, son inexplicables.

Puesto que la producción, «como muestran los esquemas», puede acumular a su antojo, empleando su propio incremento en nuevas ampliaciones, es un enigma explicarse cómo y por qué pueden aparecer situaciones en las que la producción capitalista no halle mercado suficiente para sus mercancías. No necesita más que tragarse ella misma las mercancías sobrantes, introducirlas en la producción (parte como medios de producción, parte como medios de subsistencia para los obreros), «e igualmente y del mismo modo, en cada año siguiente», como muestra «el cuadro IV» de Otto Bauer. Según esto, el resto de mercancías indigerible se transformaría, al contrario, para mayor gloria de la acumulación y beneficio del capitalista. En todo caso, la concepción específica marxista, según la cual la crisis resulta de la tendencia del capital a aumentar, cada vez en menos tiempo, más allá de todos los límites del mercado, se trueca en un absurdo. Pues ¿cómo podría exceder la producción del mercado, si ella misma es el mercado? Y, por tanto, este crece por sí mismo, automáticamente, con la misma celeridad que la producción. ¿Cómo podría, con otras palabras, aumentar por encima de sí misma, periódicamente, la producción capitalista? Sería tan difícil como si alguien quisiera saltarse su propia sombra. La crisis capitalista se convierte en un fenómeno inexplicable. O solo queda una explicación posible: la crisis no resulta de la desproporción entre la capacidad de expansión de la producción capitalista y la capacidad del mercado, sino meramente de la desproporción entre diversas ramas de la producción capitalista. Estas podían ser compradores mutuos de mercancías, pero a consecuencia de la anarquía no se ha guardado la debida proporción, produciéndose demasiado de unas cosas y demasiado poco de otras. Con esto le volvemos la espalda a Marx y vamos a parar, en último término, al padre de la economía vulgar, de la teoría manchesteriana y de las «armonías» burguesas, al «lamentable» Say, tan vapuleado por Marx, que ya en 1803 formuló el dogma: que pudiera producirse demasiado de todas las cosas, es un concepto absurdo; solo puede haber crisis parciales, pero no generales. Por consiguiente, el que una nación tenga demasiados productos de una clase, solo prueba que se han producido demasiado pocos de otros.

Segunda consecuencia. Si la producción capitalista constituye un mercado suficiente para sí misma, la acumulación capitalista (considerada objetivamente) es un proceso limitado. Si la producción puede subsistir, seguir aumentando sin trabas, esto es, si puede desarrollar ilimitadamente las fuerzas productivas, aun cuando el mundo entero esté totalmente dominado por el capital, cuando toda la humanidad se componga exclusivamente de capitalistas y proletarios asalariados, se derrumba uno de los pilares más firmes del socialismo de Marx. Para este, la rebelión de los obreros, su lucha de clases es —y en ello se encuentra justamente la garantía de su fuerza victoriosa— mero reflejo ideológico de la necesidad histórica objetiva del socialismo, que resulta de la imposibilidad económica objetiva del capitalismo al llegar a una cierta altura de su desarrollo. Naturalmente, con esto no se dice —tales reservas que constituyen el ABC del marxismo siguen siendo indispensables, como vemos, para mis «expertos»— que el proceso histórico haya de ser frenado hasta el último borde de esta imposibilidad económica. La tendencia objetiva de la evolución capitalista hacia tal desenlace es suficiente para producir mucho antes una tal agudización social y política de las fuerzas opuestas, que tenga que poner término al sistema dominante. Pero estas mismas proposiciones sociales y políticas no son, en último término, más que un resultado de que el sistema capitalista es económicamente insostenible. De tal fuente sacan justamente su creciente agudización, en la medida en que se hace visible tal situación insostenible.

Si, por el contrario, aceptamos con los «expertos» la ilimitación económica de la acumulación capitalista, se le hunde al socialismo el suelo granítico de la necesidad histórica objetiva. Nos perdemos en las nebulosidades de los sistemas y escuelas premarxistas, que querían deducir el socialismo únicamente de la injusticia y perversidad del mundo actual, y de la decisión revolucionaria de las clases trabajadoras.

Tercera consecuencia. Si la producción capitalista constituye un mercado suficiente para sí misma y permite cualquier ampliación para el total del valor acumulado, resulta inexplicable otro fenómeno de la moderna evolución: la lucha por los más lejanos mercados y por la exportación de capitales, que son los fenómenos más relevantes del imperialismo actual, resultaría totalmente incomprensible. ¿Para qué tanto ruido? ¿Para qué la conquista de las colonias, las guerras del opio y las peleas actuales por los pantanos del Congo y los desiertos de Mesopotamia? Sería mucho más conveniente que el capital se quedase en casa a darse buena vida. Krup produce alegremente para Thyssen, Thyssen para Krup, no necesitan ocuparse más que de invertir los capitales una y otra vez en las propias explotaciones y ampliarlas mutuamente de un modo indefinido. El movimiento histórico del capital resulta sencillamente incomprensible y, con él, el imperialismo actual.

O queda también la inapreciable declaración de Pannekoek en el Bremer Bürgerzeitung: la búsqueda de mercados no capitalistas es ciertamente «un hecho, pero no una necesidad». Esto constituye una verdadera perla de la concepción materialista de la historia. ¡Por lo demás, exactísimo! Si aceptamos el supuesto de los «expertos», el socialismo como fin último, y el imperialismo como su estadio preparatorio, dejan de ser una necesidad histórica. Aquel se convierte en una loable solución de la clase obrera, y este es una indignidad y un deslumbramiento de la burguesía.

De este modo, los «expertos» se encuentran en una alternativa que no pueden eludir. O bien la producción capitalista y el mercado de sus productos son idénticos, como deducen de los esquemas marxistas, y en tal caso se deshacen la teoría marxista de las crisis, la fundamentación marxista del socialismo y la explicación histórica materialista del imperialismo; o bien el capital solo puede acumular en la medida en que haya consumidores fuera de los capitalistas y obreros asalariados, y, en tal caso, es inevitable, como condición de la acumulación, el que los productos capitalistas hallen un mercado creciente en capas y países no capitalistas.

Abandonada como estoy, tengo un testimonio libre de sospecha, y también muy «experto» para las consecuencias posteriores.

Sucedió que en el año 1902 apareció un libro: Teoría e historia de la crisis en Inglaterra, del profesor marxista ruso Michael von Tugan-Baranovsky. Tugan, que en el mencionado libro «revisaba» a Marx sustituyendo, en último extremo, sus teorías con viejas verdades de la economía vulgar burguesa, defendía en él, entre otras paradojas, la opinión de que las crisis solo provienen de la proporcionalidad deficiente y no de que el consumo con capacidad de pago de la sociedad no marche a compás con la capacidad de extensión de la producción. Y esta sabiduría, tomada a préstamo de Say, era demostrada —esto era lo nuevo y sensacional de su teoría— con los esquemas marxistas de la reproducción social que figuran en el segundo tomo de El capital.

«Si es posible» —dice Tugan— «ampliar la producción social; si las fuerzas productivas son suficientes para ello, dada la distribución proporcional de la producción social, la demanda ha de experimentar también una ampliación correspondiente, pues, en estas condiciones, toda mercancía nueva representa un poder de compra nuevo para la adquisición de otras mercancías» (p. 25). Esto se «demuestra» con los esquemas de Marx, utilizados por Tugan sin cambiarles más que los nombres, y de ellos saca la conclusión:

«Los esquemas aducidos tenían que probar hasta la evidencia el principio muy sencillo en sí mismo, pero que, con una comprensión insuficiente del proceso de reproducción del capital social, suscitará objeciones al principio de que la producción social se crea a sí misma un mercado» (subrayado por mí).

En su afición a las paradojas, Tugan-Baranovsky se atreve a llegar a una conclusión final: la producción capitalista es, en general, «en cierto sentido» independiente del consumo humano. Pero a nosotros no nos interesan aquí los demás rasgos de ingenio de Tugan, sino tan solo su «principio, en sí mismo, muy sencillo», sobre el que levanta todo lo demás. Y en tal sentido hemos de hacer constar:

Lo que ahora contraponen mis críticos «expertos» se ha dicho, literalmente, en el año 1902 por Tugan-Baranovsky en las dos afirmaciones características siguientes: 

1. La producción capitalista constituye con su propia extensión el mercado para sí misma, de modo que, en la acumulación, la venta de los productos no puede ofrecer dificultades (salvo por deficiente proporcionalidad);

2. La prueba de que es así está dada por… los esquemas matemáticos conforme al modelo marxista, es decir, los ejercicios de cálculos con sumas y restas sobre el papel indefenso.

Esto defendía ya en el año 1902 Tugan-Baranovsky. Pero tuvo poca fortuna. Inmediatamente, Kautsky lo tomó por su cuenta en Neue Zeit y sometió los atrevidos absurdos del revisionista ruso, entre otros el principio arriba mencionado, a una crítica implacable.

«Si esto fuera exacto» —escribe Kautsky— «[el que, como dice Tugan, dada la distribución proporcional de la producción social no hubiera para la extensión del mercado más limitaciones que las de las fuerzas productivas de que dispone la sociedad], la industria de Inglaterra debía crecer tanto más aprisa cuanto mayor fuera el número de sus capitales. En vez de ser así, se paraliza, y el capital suplementario emigra a Rusia, Africa, Japón, etc. Este fenómeno se explica, naturalmente, por nuestra teoría. Ella ve, en el infraconsumo, el último fundamento de las crisis. El infraconsumo, que constituye uno de los soportes de esta teoría, es incomprensible desde el punto de vista de Tugan-Baranovsky» (Neue Zeit, 1902, nº 531, p. 140).

¿Cuál es ahora «nuestra teoría»? ¿La que Kautsky contrapone a la de Tugan? He aquí las palabras de Kautsky:

«Los capitalistas y los obreros por ellos explotados ofrecen un mercado que aumenta con el crecimiento de la riqueza de los primeros y del número de los segundos, pero no tan aprisa como la acumulación del capital y la productividad del trabajo. Este mercado, sin embargo, no es, por sí solo, suficiente para los medios de consumo creados por la gran industria capitalista. Esta debe buscar un mercado suplementario, fuera de su campo, en las profesiones y naciones que no producen aún en forma capitalista. Lo halla también y lo amplía cada vez más, pero no con bastante rapidez. Pues este mercado suplementario no posee, ni con mucho, la elasticidad y capacidad de extensión del proceso de producción capitalista. Desde el momento en que la producción capitalista se ha convertido en gran industria desarrollada, como ocurría ya en el siglo XIX, contiene la posibilidad de esta extensión a saltos, que rápidamente excede a toda ampliación del mercado. Así, todo período de prosperidad que sigue a una ampliación considerable del mercado, se halla condenado a vida breve, y la crisis es su término irremediable».

«Tal es en breves rasgos la teoría de la crisis fundada por Marx y, en cuanto sabemos, aceptada en general por los marxistas ortodoxos’». (Número 3 (29), p. 80. Subrayado por mí.)

Prescindimos aquí de que Kautsky atribuye a esta teoría el nombre poco afortunado y equívoco de una explicación de las crisis «por infraconsumo», de cuya explicación se burla justamente Marx en el segundo tomo de El capital.

Prescindimos también de que Kautsky no ve en toda la cuestión más que el problema de las crisis, sin advertir, al parecer, que la acumulación capitalista constituye en sí un problema, aun prescindiendo de las oscilaciones de la coyuntura.

Prescindimos finalmente de lo que dice Kautsky acerca del consumo de los capitalistas y trabajadores. Según él, este consumo no crece «con bastante rapidez» para la acumulación, y esta, por tanto, necesita un «mercado suplementario». Esto, como se ve, es bastante vago y no abarca exactamente el concepto de la acumulación.

Solo nos interesa que Kautsky, en este punto, declara sin ambages como suya esta opinión y esta teoría, «generalmente aceptada por los marxistas ortodoxos»:

1. Que los capitalistas y obreros solos no hacen un mercado suficiente para la acumulación.

2. Que la acumulación capitalista necesita un «mercado suplementario» en capas y naciones no capitalistas.

Por tanto, queda esto establecido: Kautsky refutaba, en 1902, en Tugan-Baranovsky, justamente aquellas afirmaciones que ahora se oponen por los «expertos» a mi explicación de la acumulación, y que los «expertos» de la ortodoxia marxista combaten en mí, como horrible extravío de la verdadera fe; la misma concepción, aunque más exacta y aplicada al problema de la acumulación, que Kautsky oponía, no hace más que catorce años, al revisionista Tugan-Baranovsky, como la teoría de la crisis «generalmente aceptada» de los marxistas ortodoxos.

¿Y cómo prueba Kautsky a su contradictor que sus tesis son insostenibles? Justamente fundándose en el esquema marxista. Kautsky muestra a Tugan que estos esquemas bien manejados —en mi libro lo he explicado con detenimiento y por tanto prescindiré de cómo Kautsky opera con los esquemas— no prueban la tesis de Tugan-Baranovsky, sino que, por el contrario, son un argumento en favor de las crisis por «infraconsumo».

El mundo vacila en sus cimientos. ¿Acaso el experto supremo habrá «confundido» también, lo mismo que Tugan-Baranovsky, «la esencia, fin y significación de los esquemas marxistas» aún más imperdonablemente?

Pero Kautsky saca interesantes consecuencias de la concepción de Tugan-Baranovsky. Que esta concepción, conforme a Marx, contradice totalmente a la teoría marxista de las crisis; que hace incomprensibles las exportaciones de capital a países no capitalistas, ya lo hemos expuesto. Veamos ahora la tendencia general de aquella posición.

«¿Qué valor práctico tienen nuestras diferencias teóricas?», pregunta Kautsky. «¿El que las crisis tengan su último fundamento en el infraconsumo, o en la deficiente proporcionalidad de la producción social, no es más que una cuestión doctoral?»

«Algunos prácticos’ se sentirían inclinados a creerlo así. Pero en realidad, esta cuestión tiene una gran importancia práctica, y ello, justamente, para las actuales diferencias prácticas que se discuten en nuestro Partido. No es una casualidad que el revisionismo combata con particular ardor la teoría marxista de las crisis».

Y Kautsky explicaba, con toda extensión, que la teoría de las crisis de Tugan-Baranovsky, en el fondo, iba a parar a una supuesta «atenuación de las oposiciones de clase», es decir, pertenecía al inventario teórico de aquella dirección que significa «la transformación de la socialdemocracia, de un partido de la lucha de clases proletaria, en el ala izquierda de un partido democrático con un programa de reformas socialistas» (Loc. cit., n. 5 (31), p. 141.).

Así, el experto supremo derribaba, hace catorce años, al hereje Tugan-Baranovsky, conforme a todas las reglas, en 37 páginas impresas de Neue Zeit y, terminado el combate, se iba con la cabellera del vencido.

Y ahora tengo que ver cómo los «expertos», los fieles discípulos de su maestro atacan mi análisis de la acumulación exactamente con el mismo «principio» que le costó la vida al revisionista ruso en los cotos de caza de Neue Zeit. No está claro adónde va a parar en esta aventura la «teoría de las crisis aceptadas, generalmente, según lo que sabemos, por los marxistas ortodoxos».

Sin embargo, acontenció todavía algo original. Después de que mi La Acumulación fuera destrozada con las armas de Tugan-Baranovsky en el Vorwärts, en el Bremer Bürgerzeitung, en el Dresdener Volksstimme, apareció en el Neue Zeit la crítica de Otto Bauer. También este «experto» cree en la mágica fuerza probatoria de los esquemas matemáticos en cuestiones de reproducción social. Pero no está totalmente satisfecho con los esquemas marxistas. Halla que «no son inatacables», que son «arbitrarios y no desprovistos de contradicciones» lo que explica por qué Engels ha «encontrado sin terminar», en la herencia del maestro, esta parte de la obra marxista. Por eso traza, con el sudor de su frente, nuevos esquemas; «por eso hemos formulado esquemas, que, una vez aceptadas sus condiciones, no contienen ya nada arbitrario». Solo con estos nuevos esquemas, cree Bauer «poseer una base inatacable para la investigación del problema planteado por la camarada Luxemburg» (Neue Zeit, 1913, n. 23, p. 838). Pero, ante todo, Bauer ha comprendido que la producción capitalista no puede girar «sin perturbaciones» en el aire; por eso busca alguna base social objetiva para la acumulación del capital y la halla, finalmente, en el crecimiento de la población.

Y aquí comienza lo más curioso. Según la opinión unánime de los «expertos», bajo la bendición corporativa de la redacción del órgano central, mi libro es una total insensatez; revela una confusión completa, no existe el problema de la acumulación; en Marx se encuentra ya todo resuelto; los esquemas ofrecen una respuesta suficiente. Ahora Bauer se esfuerza en trazar sus esquemas sobre una base algo más material que las meras reglas de adición y sustracción; se fija en un determinado proceso social, el crecimiento de la población, y conforme a él traza sus cuadros. La extensión de la producción capitalista, tal como deben expresar metafóricamente los esquemas, no es, por tanto, un movimiento autárquico del capital en torno a su propio eje, sino que este movimiento no hace más que seguir el crecimiento de la población:

«La acumulación presupone extensión del campo de producción; el campo de producción se amplía por el crecimiento de la población».[…] «En la producción capitalista se da la tendencia a acomodar la acumulación del capital al crecimiento de la población. […] La economía mundial capitalista, considerada como un todo, hace visible la tendencia a la adaptación de la acumulación al crecimiento de la población en el círculo industrial. […] El retorno periódico de la prosperidad, la crisis de la depresión, son la expresión empírica de que la producción capitalista suprime, por sí sola, superacumulación e infraacumulación; de que la acumulación del capital se acomoda constantemente, de nuevo, al crecimiento de la población». (Neue Zeit, 1913, n. 24, pp. 871-873).

Ya examinaremos más tarde, de cerca, la teoría de la población de Bauer. Pero hay otra cosa clara: esta teoría representa algo nuevo. Para los demás «expertos», toda preocupación acerca de la base social, económica de la acumulación, era pura insensatez, «difícil de comprobar en el hecho». En cambio, Bauer construye toda una teoría para resolver esta cuestión.

Pero la teoría de la población de Bauer no es solo una novedad con respecto a los otros críticos de mi libro; en toda la literatura marxista aparece por primera vez. Ni en los tres tomos de El capital de Marx, ni en la Teoría sobre la plusvalía, ni en los demás escritos de Marx, se encuentra la menor huella de la teoría de la población de Bauer, como el fundamento de la acumulación.

Veamos cómo Kautsky ha anunciado y explicado en Neue Zeit, en su tiempo, el segundo tomo de El capital. En el índice detallado del segundo tomo, Kautsky estudia los primeros capítulos sobre la circulación, del modo más minucioso. Aduce todas las fórmulas y signos empleados por Marx, teniendo en cuenta que al capítulo sobre la «Reproducción y circulación del capital social total» —la parte más importante y original del tomo— solo dedica tres páginas de las 20 de que consta su trabajo. Pero en estas tres páginas Kautsky trata exclusivamente —ya se comprende, con la reproducción exacta de los inevitables «esquemas»— la ficción inicial de la «reproducción simple», es decir, una producción capitalista sin beneficio, que Marx solo considera como mero punto de partida teórico para la investigación del verdadero problema: la acumulación del capital total. Por su parte, Kautsky resuelve todo con las dos líneas siguientes: «[…] finalmente la acumulación de la plusvalía, la ampliación del proceso de producción, producen ulteriores complicaciones». Y aquí termina. Ni una sola palabra más, en aquel entonces, inmediatamente después de la aparición del segundo tomo de El capital, y ni una palabra después, en los treinta años transcurridos. Por consiguiente, no solo no encontramos aquí huella alguna de la teoría de la población de Bauer, sino que a Kautsky no le llamó la atención lo más mínimo el capítulo entero consagrado a la acumulación. Ni advierte que se trate de un problema particular, para cuya solución ha creado ahora Bauer «una base inatacable», ni tampoco el hecho de que Marx interrumpe su propia investigación apenas iniciada, sin haber dado respuesta a las cuestiones por él mismo repetidamente planteadas.

Una vez más habla Kautsky del segundo tomo de El capital, y es en la serie de artículos contra Tugan-Baranovsky, que ya hemos citado. Aquí, Kautsky formula aquel: «Por cuanto sabemos, la teoría de las crisis fundada por Marx y aceptada generalmente por los marxistas ortodoxos», cuyo principio fundamental consiste en que el consumo de los capitalistas y trabajadores no basta como base de la acumulación; y aquel: es necesario «un mercado suplementario, y ello en las profesiones y naciones que todavía no producen en forma capitalista». Pero Kautsky parece no haberse dado cuenta de que esta teoría de las crisis «aceptada en general por los marxistas ortodoxos», no solo no se acomoda a las paradojas de Tugan-Baranovsky, sino tampoco a los propios esquemas de la acumulación de Marx, ni a los supuestos generales del tomo II. Pues el supuesto del análisis marxista en este tomo es una sociedad compuesta solamente de capitalistas y trabajadores, y los esquemas tratan precisamente de mostrar con exactitud, a la manera de una ley económica, el modo como aquellas dos clases de consumidores no suficientes han de hacer posible, por su consumo, la acumulación solo de año a año. Menos aún se encuentra en Kautsky la más mínima indicación de la teoría de la población de Bauer como verdadera base del esquema marxista de la acumulación. 

Si tomamos El capital financiero de Hilferding, hallamos en el capítulo XVI, tras una introducción (en la que se ensalza la exposición marxista de las condiciones de reproducción del capital total como la más genial creación de la «asombrosa obra»), una transcripción literal de Marx en 14 páginas, incluyendo, como es natural, los esquemas matemáticos y lamentando al propio tiempo —con razón también— que estos esquemas hayan sido tan poco apreciados y, en cierto modo, que solo hayan sido reconocidos en su valor por Tugan-Baranovsky. ¿Y qué es lo que advierte el propio Hilferding en esta creación genial? He aquí sus conclusiones:

Los esquemas marxistas muestran «que en la producción capitalista, tanto la reproducción simple como la ampliada, pueden realizarse sin perturbaciones, siempre que se mantengan las proporciones adecuadas. En cambio, puede producirse la crisis, incluso en la producción simple, desde el momento en que se infrinja, por ejemplo, la proporción entre el capital consumido y el que ha de reponerse. No se deduce, en consecuencia, en modo alguno que las crisis en la producción capitalista hayan de tener su origen en el infraconsumo inmanente de las masas. Tampoco se deduce de los esquemas dados la posibilidad de una superproducción general de mercancías. Más bien cabe considerar posible toda expansión de la producción que puede realizarse dentro de las fuerzas productivas existentes» (p. 318).

Esto es todo. Por tanto, también Hilferding ve únicamente en el análisis marxista de la acumulación una base para la solución del problema de las crisis, en cuanto que los esquemas matemáticos muestran las proporciones cuya justeza garantiza la acumulación y sus perturbaciones. De aquí saca Hilferding dos deducciones:

1. «Las crisis proceden exclusivamente de desproporciones». Con esto hunde al abismo la «teoría de las crisis» fundada por Marx, y aceptada, en general, por los «marxistas ortodoxos»; según esta teoría, las crisis provienen de «infraconsumo». El acepta, en cambio, la teoría de las crisis de Tugan-Baranovsky, fulminada por Kautsky como herejía revisionista, y por cuyas consecuencias llega lógicamente hasta la afirmación de Say, según la cual la superproducción general es imposible. 

2. «Prescindiendo de las crisis, como perturbaciones periódicas a consecuencia de deficiente proporcionalidad, la acumulación del capital (en una sociedad compuesta exclusivamente de capitalistas y trabajadores) puede aumentar ilimitadamente por extensión’ constante, hasta donde lo permitan, en cada caso, las fuerzas productivas». Esto también, como se ve, es una copia de la doctrina de Tugan, destrozada por Kautsky.

Por consiguiente, prescindiendo de las crisis, no halla Hilferding un problema de acumulación, pues los «esquemas muestran» que «toda extensión» es ilimitadamente posible, es decir, que con la producción crece, sin más, su mercado. Por consiguiente, no hay aquí tampoco huella alguna del límite puesto por Bauer, y que consiste en el crecimiento de la población, ni tampoco la menor idea de que semejante teoría fuese necesaria.

Finalmente, para el propio Bauer, su teoría actual constituye un descubrimiento completamente nuevo.

Solo en 1904, es decir, ya después de la polémica entre Kautsky y Tugan-Baranovsky, trató en dos artículos, en el Neue Zeit, la teoría de las crisis a la luz del marxismo. Él mismo declara que pretende hacer, por primera vez, una exposición sistemática de esta teoría. Y atribuye las crisis —utilizando una aseveración que se encuentra en el segundo tomo de El capital de Marx, en la que trata de explicar el ciclo decenal de la industria moderna—, principalmente, a la forma particular de circulación del capital fijo. Bauer no alude aquí, en lo más mínimo, a la significación fundamental de la relación entre el volumen de la producción y el crecimiento de la población. Toda la teoría de Bauer, que pretende explicar ahora las crisis y su coyuntura máxima, la acumulación, la emigración internacional del capital y, finalmente, el imperialismo; aquella ley suprema que pone en movimiento todo el mecanismo de la producción capitalista y lo «regula automáticamente», no existe para Bauer, como no existe para los demás. Ahora, para contestar a mi libro ha surgido, de pronto, la teoría fundamental, gracias a la cual se asientan sobre «base inexpugnable» los esquemas marxistas, se la ha sacado ad hoc de la manga para resolver el problema que al parecer no existía.

¿Qué vamos a pensar ahora de todos los demás «expertos»? Resumamos en algunos puntos lo que queda dicho.

1) Según Eckstein y Hilferding (como también Pannekoek) no existe problema alguno de la acumulación. Todo es claro y evidente como «muestran» los esquemas marxistas. Solo mi absoluta incapacidad para comprender los esquemas puede explicar la crítica a que los someto. Según Bauer, los números empleados por Marx son «arbitrariamente elegidos y no están libres de contradicciones». Solo él, Bauer, ha hallado «una conclusión justa del razonamiento marxista» y ha formulado un «esquema libre de arbitrariedad».

2) Según Eckstein y la redacción del Vorwärts, mi libro ha de ser rechazado como totalmente sin valor. Según el pequeño «experto» de la Frankfurter Volksstimme (1º de febrero de 1913), es incluso «altamente nocivo». Según Bauer, «en la falsa explicación hay escondido, no obstante, un germen sano»; se refiere a los límites de la acumulación del capital (Neue Zeit, 1913, n. 24, p. 875).

3) Según Eckstein y el Vorwärts mi libro no tiene que ver en lo más mínimo con el imperialismo: «En general, el libro tiene tan poca relación con las nuevas manifestaciones que hoy alientan la vida económica, que lo mismo hubiera podido escribirse hace veinte y más años.» Según Bauer, mi investigación descubre «no la única», pero «sí la raíz del imperialismo» (loc. cit. p. 874), lo que, para una persona de tan poca importancia como yo, ya sería algo.

4) Según Eckstein, los esquemas marxistas muestran «cuál es el volumen efectivo de la necesidad social»; muestran «la posibilidad del equilibrio» del que la realidad capitalista «se aleja esencialmente», porque se halla dominada por el ansia de beneficios, con lo cual surgen crisis; ya en la columna siguiente, «la exposición corresponde al esquema marxista y también a la realidad», pues el esquema muestra justamente «cómo se realiza este beneficio por los capitalistas» (Vorwärts, 16 de febrero de 1913, suplemento).

Según Pannekoek, no hay ningún estado de equilibrio, sino aire vacío: «El volumen de la producción es comparable a un objeto sin peso que flota en cualquier posición. Para el volumen de la producción no hay ninguna posición de equilibrio a la que uno pueda referirse en caso de desviación»; «el ciclo industrial no es una oscilación en torno a una posición media dada por alguna necesidad» (Neue Zeit, 1913, n. 22, «Teorías sobre la causa de las crisis», pp. 783, 792).

Según Bauer, los esquemas marxistas, cuyo verdadero sentido ha descifrado al fin, no significan otra cosa más que el movimiento de la producción capitalista en su conformación al crecimiento de la población.

5) Eckstein y Hilferding creen en la posibilidad económica objetiva de la acumulación ilimitada: «y los esquemas muestran quién compra los productos» (Eckstein), que sobre el papel pueden prolongarse al infinito. El «objeto sin peso» de Pannekoek puede, en tal caso, «flotar en cualquier posición». De acuerdo con Hilferding, «resulta posible toda ampliación de la producción que pueda realizarse dentro de las fuerzas productivas presentes», pues, como muestran los esquemas, con la producción aumenta también automáticamente el mercado. Según Bauer, solo «los apologistas del capital pueden sostener lo ilimitado de la acumulación» y afirmar «que con la producción aumente también automáticamente el poder de consumo» (Neue Zeit, 1913, n. 24,. p. 873).

Ahora bien; ¿qué es lo que hemos de preguntar? ¿Qué creen finalmente los señores «expertos»? ¿Había en Marx un problema de la acumulación que nosotros no habíamos notado hasta ahora, o este problema continua siendo, aun después de la última solución dada por Otto Bauer, un puro engendro de mi «total incapacidad para trabajar con los esquemas de Marx», como decía el crítico del Vorwärts? ¿Son los esquemas marxistas verdades definitivas en última instancia, dogmas infalibles, o son «arbitrarios y no desprovistos de contradicciones»? ¿El problema por mí abordado, llega a las raíces del imperialismo o «no tiene nada que ver con los fenómenos de la vida efectiva actual»? ¿Y qué han de representar los esquemas de Marx que, como dice Eckstein, se han hecho célebres? ¿Un «estado de equilibrio» puramente pensado de la producción, una imagen de la realidad real, una prueba de la posibilidad «de toda extensión», de todo crecimiento ilimitado de la producción, una prueba de su imposibilidad ante el infraconsumo, una adaptación de la producción a los límites del crecimiento de la población, el balón sin «peso» de Pannekoek u otra cosa; acaso un camello o una comadreja? Ya va siendo tiempo de que los «expertos» comiencen a ponerse de acuerdo sobre la cuestión.

¡Entretanto, he aquí un bello cuadro de claridad, armonía y unanimidad del marxismo oficial con relación a la parte fundamental del segundo tomo de El capital de Marx! ¡Y una excelente justificación para la altanería con que esos señores han tratado mi libro!

Una vez que, de este modo, Otto Bauer me ha librado de la necesidad de seguir discutiendo con los demás «expertos», paso a entendérmelas con él mismo.

Fuente

Rosa Luxemburg: «Die Akkumulation des Kapitals oder Was die Epigonen aus der Marxschen Theorie gemacht haben», en: Gesammelte Werke, Vol. 5, Berlín: Karl Dietz, 2017, pp. 415–459.

Traducción al español extraída de bataillesocialiste.files.wordpress.com. Accesible en línea aquí.