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La Revolución Rusa

1. Importancia fundamental de la Revolución Rusa

La Revolución Rusa constituye el acontecimiento más poderoso de la Guerra Mundial. Su estallido, su radicalismo sin precedentes, sus consecuencias perdurables, son la condena más evidente a las mentiras que con tanto celo propagó la socialdemocracia oficial a comienzos de la guerra como cobertura ideológica de la campaña de conquista del imperialismo alemán. Me refiero a lo que se dijo respecto a la misión de las bayonetas alemanas, que iban a derrocar al zarismo ruso y liberar a sus pueblos oprimidos.
El poderoso golpe de la Revolución Rusa, sus profundas consecuencias que transformaron todas las relaciones de clase, elevaron a un nuevo nivel todos los problemas económicos y sociales, y, con la fatalidad de su propia lógica interna, se desarrollaron consecuentemente desde la primera fase de la república burguesa hasta etapas más avanzadas, reduciendo finalmente la caída del zarismo a un simple episodio menor. Todo esto deja claro como el día que la liberación de Rusia no fue una consecuencia de la guerra y de la derrota militar del zarismo ni un servicio prestado por «las bayonetas alemanas en los puños alemanes», como lo prometió una vez, en uno de sus editoriales, el Neue Zeit dirigido por Kautsky. Demuestran, por el contrario, que la liberación de Rusia hundía profundamente sus raíces en la tierra de su propio país y su maduración completa fue un asunto interno. La aventura militar del imperialismo alemán, emprendida con la bendición ideológica de la socialdemocracia alemana, no produjo la revolución en Rusia. Solo sirvió para interrumpirla al principio, para postergarla por un tiempo luego de su primera alza tempestuosa de los años 1911-1913 y luego, después de su estallido, para crearle las condiciones más difíciles y anormales.
Más aún; para cualquier observador reflexivo estos hechos refutan de manera decisiva la teoría que Kautsky compartía con los socialdemócratas del gobierno, que suponía que Rusia, por ser un país económicamente atrasado y predominantemente agrario, no estaba maduro para la revolución social y la dictadura del proletariado. Esta teoría, que considera que la única revolución posible en Rusia es la burguesa, es también la del ala oportunista del movimiento obrero ruso, los llamados mencheviques, que están bajo la experta dirección de Axelrod y Dan. En esta concepción basan los socialistas rusos su táctica de alianza con el liberalismo burgués. En esta concepción de la Revolución Rusa, de la que se deriva automáticamente su posición sobre las más mínimas cuestiones tácticas, los oportunistas rusos y los alemanes están en un todo de acuerdo con los socialistas gubernamentales de Alemania. Según estos tres grupos, la Revolución Rusa tendría que haberse detenido en la etapa que, según la mitología de la socialdemocracia alemana, constituía el noble objetivo por el que bregaba el imperialismo alemán al entrar en la guerra; es decir, tendría que haberse detenido con el derrocamiento del zarismo. Según ellos, si la revolución ha ido más allá, planteándose como tarea la dictadura del proletariado, eso se debe a un error del ala extrema del movimiento obrero ruso, los bolcheviques. Y presentan todas las dificultades con las que tropezó la revolución en su desarrollo ulterior, todos los desórdenes que sufrió, simplemente como un resultado de este error fatídico.
Teóricamente, esta doctrina (recomendada como fruto del «pensamiento marxista» por el Vorwärts de Stampfer[1] y también por Kautsky) deriva del original descubrimiento «marxista» de que la revolución socialista es nacional y un asunto, por así decirlo, doméstico, que cada país moderno encara por su cuenta. Por supuesto, en medio de la confusa neblina de la teoría, un Kautsky sabe muy bien cómo delinear las relaciones económicas mundiales del capital que hacen de todos los países modernos un organismo único e integrado. Además, los problemas de la Revolución Rusa, por ser este un producto de los acontecimientos internacionales con el agregado de la cuestión agraria, no pueden resolverse dentro de los límites de la sociedad burguesa.
Prácticamente, esta teoría refleja el intento de sacarse de encima toda responsabilidad por el proceso de la Revolución Rusa, en la medida en que esa responsabilidad afecta al proletariado internacional, y especialmente al alemán; y también de negar las conexiones internacionales de esta revolución. Los acontecimientos de la guerra y la Revolución Rusa no probaron la inmadurez de Rusia sino la inmadurez del proletariado alemán para la realización de sus tareas históricas. Una examen crítico de la Revolución Rusa debe tener como primer objetivo dejar esto perfectamente aclarado.
El destino de la revolución en Rusia dependía totalmente de los acontecimientos internacionales. Lo que demuestra la visión política de los bolcheviques, su firmeza de principios y su amplia perspectiva es que hayan basado toda su política en la revolución proletaria mundial. Esto revela el poderoso avance del desarrollo capitalista durante la última década. La revolución de 1905-1907 despertó apenas un débil eco en Europa. Por lo tanto, tenía que quedar como un mero capítulo inicial. La continuación y la conclusión estaban estrechamente ligadas al desarrollo ulterior de Europa.
Concretamente, lo que podrá sacar a luz los tesoros de las experiencias y las enseñanzas no será la apología acrítica sino la crítica penetrante y reflexiva. Nos vemos enfrentados al primer experimento de dictadura proletaria de la historia mundial (que además tiene lugar bajo las condiciones más difíciles que se pueda concebir, en medio de la conflagración mundial y la masacre imperialista, atrapado en las redes del poder militar más reaccionario de Europa, acompañado por la más completa deserción de la clase obrera internacional). Sería una loca idea pensar que todo lo que se hizo o se dejó de hacer en un experimento de dictadura del proletariado llevado a cabo en condiciones tan anormales representa el pináculo mismo de la perfección. Por el contrario, los conceptos más elementales de la política socialista y la comprensión de los requisitos históricos necesarios nos obligan a entender que, bajo estas condiciones fatales, ni el idealismo más gigantesco ni el partido revolucionario más probado pueden realizar la democracia y el socialismo, sino solamente distorsionados intentos de una y otro.
Hacer entender esto claramente, en todos sus aspectos y con todas las consecuencias que implica, constituye el deber elemental de los socialistas de todos los países. Pues solo sobre la base de la comprensión de esta amarga situación podemos medir la enorme magnitud de la responsabilidad del proletariado internacional por el destino de la Revolución Rusa. Más aún; solo sobre esta base puede ser efectiva y de decisiva importancia la resuelta acción internacional de la revolución proletaria, acción sin la cual hasta los mayores esfuerzos y sacrificios del proletariado de un solo país inevitablemente se confunden en un fárrago de contradicciones y errores garrafales.
No caben dudas de que los dirigentes de la Revolución Rusa, Lenin y Trotsky, han dado más de un paso decisivo en su espinoso camino sembrado de toda clase de trampas con grandes vacilaciones interiores y haciéndose una gran violencia. Están actuando en condiciones de amarga compulsión y necesidad, en un torbellino rugiente de acontecimientos. Por lo tanto, nada debe estar más lejos de su pensamiento que la idea de que todo lo que hicieron y dejaron de hacer debe ser considerado por la Internacional como un ejemplo brillante de política socialista que solo puede despertar admiración acrítica y un fervoroso afán de imitación.
No menos erróneo sería suponer que un examen crítico del camino seguido hasta ahora por la Revolución Rusa debilitaría el respeto hacia ella o la fuerza de atracción que ejerce su ejemplo, que son lo único que puede despertar a las masas alemanas de su inercia fatal. Nada más lejos de la verdad. El despertar de la energía revolucionaria de la clase obrera alemana ya nunca más podrá ser canalizado por los métodos carceleros de la socialdemocracia de este país, de tan triste memoria. Nunca más podrá conjurarla alguna autoridad inmaculada, ya sea la de nuestros «comités superiores» o la del «ejemplo ruso». La genuina capacidad para la acción histórica no renacerá en el proletariado alemán en un clima de aplaudir indiscriminadamente todo. Solo puede resultar de la comprensión de la tremenda seriedad y complejidad de las tareas a encarar; de la madurez política y la independencia de espíritu; de la capacidad coartada, con distintos pretextos, por la socialdemocracia en el transcurso de las últimas décadas. El análisis crítico de la Revolución Rusa con todas sus consecuencias históricas constituye el mejor entrenamiento para la clase obrera alemana e internacional, teniendo en cuenta las tareas que le aguardan como resultado de la situación actual.
El primer periodo de la Revolución Rusa, desde su comienzo en marzo hasta la Revolución de Octubre, corresponde exactamente, en líneas generales, al proceso seguido tanto por la gran Revolución Inglesa como por la gran Revolución Francesa. Es el proceso típico de todo primer ensayo general que realizan las fuerzas revolucionarias que alberga la sociedad burguesa en sus entrañas.
Su desarrollo avanza siempre en línea ascendente: desde un comienzo moderado a una creciente radicalización de los objetivos y, paralelamente, desde la coalición de clases y partidos hasta el partido radical como único protagonista.
En el estallido de marzo de 1917, los «cadetes»[2], es decir la burguesía liberal, estaban a la cabeza de la revolución. La primera oleada ascendente de la marea revolucionaria arrasó con todos y con todo. La Cuarta Duma, producto ultrarreccionario del ultrarreaccionario derecho al sufragio de las cuatro clases, que fue una consecuencia del golpe de Estado, se convirtió súbitamente en un organismo revolucionario. Todos los partidos burgueses, incluyendo los de la derecha nacionalista, de pronto formaron un frente contra el absolutismo. Este cayó al primer golpe, casi sin lucha, como un organismo muerto que solo necesita que se lo toque para caerse. También se liquidó en pocas horas el breve intento de la burguesía liberal de salvar al menos el trono y la dinastía. La arrolladora marcha de los acontecimientos saltó en días y horas distancias que anteriormente, en Francia, llevó décadas atravesar. En este aspecto, resulta claro que Rusia aprovechó los resultados de un siglo de desarrollo europeo, y sobre todo que la revolución de 1917 fue la continuación directa de la de 1905-1907, no un regalo del «liberador» alemán. El movimiento de marzo de 1917 comenzó exactamente en el punto en que fue interrumpido diez años antes. La república democrática fue el producto completo, internamente maduro, del primer asalto revolucionario.
Pero luego comenzó la segunda tarea, la más difícil. Desde el primer momento la fuerza motriz de la revolución fue la masa del proletariado urbano. Sin embargo, sus reivindicaciones no se limitaban a la democracia política; atacaban esa cuestión tan candente que era la política internacional al exigir la paz inmediata. Al mismo tiempo, la revolución abarcó a la masa del ejército, que elevó la misma exigencia de paz inmediata, y a la gran masa campesina, que puso sobre el tapete la cuestión agraria, que desde 1905 constituía el eje de la revolución. Paz inmediata y tierra: estos dos objetivos provocarían inevitablemente la ruptura del frente revolucionario. La reivindicación de paz inmediata se oponía irreconciliablemente a las tendencias imperialistas de la burguesía liberal, cuyo vocero era Miliukov.[3] Y el problema de la tierra se erguía como un espectro terrorífico ante la otra ala de la burguesía, los propietarios rurales. Además significaba un ataque al sagrado principio general de la propiedad privada, punto sensible de toda clase propietaria.
En consecuencia, al día siguiente de los primeros triunfos revolucionarios comenzó una lucha interna sobre las dos cuestiones candentes: paz y tierra. En la burguesía liberal se dio la táctica de arrastrar los problemas y evadirlos. Las masas trabajadoras, el ejército, el campesinado, presionaban cada vez con más fuerza. No cabe duda que la cuestión de la paz y la de la tierra signaron el destino de la democracia política en la república. Las clases burguesas, arrastradas por la primera oleada de la tormenta revolucionaria, se dejaron llevar hasta el gobierno republicano. Luego comenzaron a buscarse una base de apoyo en la retaguardia y a organizar silenciosamente la contrarrevolución. La campaña del cosaco Kaledin[4] contra Petersburgo expresó claramente esta tendencia. De haber tenido éxito el ataque, no solo hubiera quedado sellado el destino de la cuestión de la paz y de la tierra, sino también el de la república. El resultado inevitable hubiera sido la dictadura militar, el reinado del terror contra el proletariado y luego el retorno a la monarquía.
De todo esto deducimos el carácter utópico y fundamentalmente reaccionario de las tácticas por las cuales los “kautskianos” rusos o mencheviques se permitían guiarse.
Petrificados por el mito del carácter burgués de la Revolución Rusa —¡todavía hoy sostienen que Rusia no está madura para la revolución social!— se aferraron desesperadamente a la coalición con los liberales burgueses. Pero esta implica la unión de elementos a los que el desarrollo interno natural de la revolución ha separado y ha hecho entrar en el más agudo de los conflictos. Los Axelrod y los Dan[5] querían, a toda costa, colaborar con las clases y los partidos que significaban el mayor peligro y la mayor amenaza para la revolución y la primera de sus conquistas, la democracia.
Resulta especialmente asombroso observar cómo este industrioso trabajador (Kautsky), con su incansable labor de escritor metódico y pacífico, durante los cuatro años de la guerra mundial horadó una brecha tras otra en la estructura del socialismo. De esa obra el socialismo emerge agujereado como un colador, sin un punto sano. La indiferencia acrítica con la que sus seguidores consideran la ardua tarea de su teórico oficial y se tragan cada uno de sus nuevos descubrimientos sin mover una pestaña, solamente encuentra parangón en la indiferencia con que los secuaces de Scheideman[6] y Cía. contemplan cómo este último llena de agujeros al socialismo en la práctica. Ambos trabajos se complementan totalmente. Desde el estallido de la guerra, Kautsky, el guardián oficial del templo del marxismo, en realidad ha estado haciendo en la teoría las mismas cosas que los Scheidemann en la práctica, es decir: 1) la Internacional como instrumento de la paz; 2) el desarme, la liga de naciones y el nacionalismo; 3) democracia, no socialismo.
En esta situación, la tendencia bolchevique cumplió la misión histórica de proclamar desde el comienzo y seguir con férrea consecuencia las únicas tácticas que podían salvar la democracia e impulsar la revolución. Todo el poder a las masas obreras y campesinas, a los soviets: este era, por cierto, el único camino que tenía la revolución para superar las dificultades; esta fue la espada con la que cortó el nudo gordiano, sacó a la revolución de su estrecho callejón sin salida y le abrió un ancho cauce hacia los campos libres y abiertos.
El partido de Lenin, en consecuencia, fue el único, en esta primera etapa, que comprendió cuál era el objetivo real de la revolución. Fue el elemento que impulsó la revolución, y por lo tanto el único partido que aplicó una verdadera política socialista.
Esto explica, también, cómo fue que los bolcheviques, que al comienzo de la revolución eran una minoría perseguida, calumniada y atacada por todos lados, llegaron en un breve lapso a estar a la cabeza de la revolución y a nuclear bajo su estandarte a las genuinas masas populares: el proletariado urbano, el ejército, los campesinos, y también a los elementos revolucionarios dentro de la democracia, el ala izquierda de los socialrevolucionarios.
La situación real en que se encontró la Revolución Rusa se redujo en pocos meses a la alternativa: victoria de la contrarrevolución o dictadura del proletariado, Kaledin o Lenin. Esa era la situación objetiva, tal como se presenta en toda revolución después que pasa el primer momento de embriaguez, tal como se presentó en Rusia como consecuencia de las cuestiones concretas y candentes de la paz y la tierra, para las que no había solución dentro de los marcos de la revolución burguesa.
La Revolución Rusa no hizo más que confirmar lo que constituye la lección básica de toda gran revolución, la ley de su existencia: o la revolución avanza a un ritmo rápido, tempestuoso y decidido, derriba todos los obstáculos con mano de hierro y se da objetivos cada vez más avanzados, o pronto retrocede de su débil punto de partida y resulta liquidada por la contrarrevolución. Nunca es posible que la revolución se quede estancada, que se contente con el primer objetivo que alcance. Y el que trata de aplicar a la táctica revolucionaria la sabiduría doméstica extraída de las disputas parlamentarias entre sapos y ratones lo único que demuestra es que le son ajenas la sicología y las leyes de existencia de la revolución, y que toda la experiencia histórica es para él un libro cerrado con siete sellos.
Veamos el proceso de la Revolución Inglesa desde su comienzo en 1642. Allí la lógica de los acontecimientos determinó que los presbiterianos, al vacilar, porque sus dirigentes eludían deliberadamente la batalla decisiva con Carlos I y el triunfo sobre este, fueran reemplazados por los independientes, que los echaron del Parlamento y se adueñaron del poder. Del mismo modo, dentro del ejército de los independientes, la masa de soldados pequeño-burguesa más plebeya, los «niveladores» de Lilburn, constituían la fuerza motriz de todo el movimiento independiente; así como, por último, los elementos proletarios dentro de la masa de soldados, los que más lejos iban en sus aspiraciones de revolución social, y que estaban expresados por el movimiento de los «Diggers», constituían a su vez la levadura del partido democrático de los «Levelers».[7]
Sin la influencia moral de los elementos proletarios revolucionarios sobre la masa de soldados, sin la presión de la masa democrática de soldados sobre las capas superiores burguesas del Partido de los Independientes, no se hubiera «purgado» el Parlamento de presbiterianos; no hubiera terminado en un triunfo la guerra con el ejército de los cavaliers[8] y los escoceses; no se hubiera juzgado y ejecutado a Carlos I; no se hubiera abolido la Cámara de los Lores ni proclamado la República.
¿Y qué sucedió en la gran Revolución Francesa? Después de cuatro años de lucha, la toma del poder por los jacobinos demostró ser el único medio de salvar las conquistas de la revolución, de alcanzar la República, de liquidar el feudalismo, de organizar la defensa revolucionaria contra los enemigos internos y externos, de terminar con las conspiraciones de la contrarrevolución y de expandir la ola revolucionaria de Francia a toda Europa.
Kautsky y sus correligionarios rusos, que querían que la Revolución Rusa conservara su «carácter burgués» de la primera fase, son la contrapartida exacta de esos liberales alemanes e ingleses del siglo pasado que distinguían entre los dos consabidos periodos de la gran Revolución Francesa: la revolución «buena» de la primera etapa girondina y la «mala» de la etapa posterior al levantamiento jacobino. La superficialidad liberal de esta concepción de la historia seguramente no se toma el trabajo de comprender que sin el levantamiento de los jacobinos «inmoderados» hasta las primeras conquistas de la etapa girondina, tímidas y débiles como fueron, pronto hubieran sido enterradas bajo las ruinas de la revolución, y que la alternativa verdadera a la dictadura jacobina, tal como el curso de hierro del desarrollo histórico planteó la cuestión en 1793, no era la democracia «moderada», ¡sino… la restauración borbónica! No se puede mantener el «justo medio» en ninguna revolución. La ley de su naturaleza exige una decisión rápida: o la locomotora avanza a todo vapor hasta la cima de la montaña de la historia, o cae arrastrada por su propio peso nuevamente al punto de partida. Y arrollará en su caída a aquellos que quieren, con sus débiles fuerzas, mantenerla a mitad de camino, arrojándolos al abismo.
Queda claro entonces que en toda revolución solo podrá tomar la dirección y el poder el partido que tenga el coraje de plantear las consignas adecuadas para impulsar el proceso hacia adelante y de extraer de la situación todas las conclusiones necesarias para lograrlo. Esto hace evidente, también, el rol miserable que jugaron los Dan, los Tseretelli,[9] etcétera, que al comienzo ejercían una enorme influencia sobre las masas pero, después de sus prolongadas oscilaciones y de que se opusieron con todas sus fuerzas a asumir el poder y la responsabilidad, fueron despiadadamente arrojados de la escena.
El partido de Lenin fue el único que asumió el mandato y el deber de un verdadero partido revolucionario garantizando el desarrollo continuado de la revolución con la consigna «Todo el poder al proletariado y al campesinado».
De esta manera resolvieron los bolcheviques el famoso problema de «ganar a la mayoría del pueblo», problema que siempre atormentó como una pesadilla a la socialdemocracia alemana. Como discípulos de carne y hueso del cretinismo parlamentario, estos socialdemócratas alemanes han tratado de aplicar a las revoluciones la sabiduría doméstica de la nursery parlamentaria: para largarse a hacer algo primero hay que contar con la mayoría. Lo mismo, dicen, se aplica a la revolución: primero seamos «mayoría». La verdadera dialéctica de las revoluciones, sin embargo, da la espalda a esta sabiduría de topos parlamentarios. El camino no va de la mayoría a la táctica revolucionaria, sino de la táctica revolucionaria a la mayoría.
Solo un partido que sabe dirigir, es decir, que sabe adelantarse a los acontecimientos, consigue apoyo en tiempos tempestuosos. La resolución con que, en el momento decisivo, Lenin y sus camaradas ofrecieron la única solución que podía hacer avanzar los acontecimientos («todo el poder al proletariado y al campesinado»), los transformó de la noche a la mañana en los dueños absolutos de la situación, luego de haber sido una minoría perseguida, calumniada, puesta fuera de la ley, cuyo dirigente tenía que vivir, como un segundo Marat,[10] escondido en los sótanos.
Más aún; los bolcheviques inmediatamente plantearon como objetivo de la toma del poder un programa revolucionario completo, de largo alcance; no la salvaguarda de la democracia burguesa sino la dictadura del proletariado para realizar el socialismo. De esta manera, se ganaron el imperecedero galardón histórico de haber proclamado por primera vez el objetivo final del socialismo como programa directo para la práctica política.
Todo lo que podía ofrecer un partido, en un momento histórico dado, en coraje, visión y coherencia revolucionarios, Lenin, Trotsky y los demás camaradas lo proporcionaron en gran medida. Los bolcheviques representaron todo el honor y la capacidad revolucionaria de que carecía la social democracia occidental. Su Insurrección de Octubre no solo salvó realmente la Revolución Rusa; también salvó el honor del socialismo internacional.

2. La política agraria de los bolcheviques

Los bolcheviques son los herederos históricos de los niveladores ingleses y los jacobinos franceses. Pero la tarea concreta con la que se vieron enfrentados después de la toma del poder era incomparablemente más difícil que la de sus predecesores históricos. (Importancia de la cuestión agraria. Ya en 1905. ¡Luego, en la Tercera Duma, el ala derecha del campesinado! La cuestión campesina y la defensa, el ejército.)
Con toda seguridad la solución del problema a través de la expropiación y distribución directas e inmediatas de la tierra por los campesinos era la manera más breve y simple de lograr dos cosas distintas: romper con la gran propiedad terrateniente y ligar inmediatamente a los campesinos al gobierno revolucionario. Como medida política para fortalecer el gobierno proletario socialista, constituía un excelente movimiento táctico. Desgraciadamente, sin embargo, la cuestión tiene dos caras; y el reverso consiste en que la apropiación directa de la tierra por los campesinos no tiene nada en común con la economía socialista.
En lo que se refiere a las relaciones dentro del agro, la transformación socialista de las relaciones económicas presupone dos cosas:
En primer lugar, solo la nacionalización de las grandes propiedades rurales, que constituyen las formas y medios de producción agraria más avanzados técnicamente y más concentrados, puede servir de punto de partida al modo socialista de producción de la tierra. Por supuesto, no es necesario sacarle su parcela al pequeño campesino. Podemos esperar con confianza que será ganado voluntariamente por las ventajas de la producción social y que se persuada, primero, de la conveniencia de unirse a una cooperativa, y luego de la de entrar a formar parte del conjunto de la economía socializada. Sin embargo, toda reforma económica socialista de la tierra debe empezar obviamente por la gran propiedad y la mediana. El derecho de propiedad debe, antes que nada, ser patrimonio de la nación, o, lo que tratándose de un gobierno socialista significa lo mismo, del Estado. Esta es la única manera de posibilitar la organización de la producción agrícola de acuerdo con las necesidades de la producción socialista a gran escala.
Además, en segundo lugar, constituye un requisito para esta transformación terminar con la separación entre economía rural e industria, tan característica de la sociedad burguesa; así se logrará la interpenetración y fusión de ambas, preparando el camino para la planificación de la producción agrícola e industrial con un criterio unificado. Cualquiera que sea la forma práctica particular en que se organice la economía (a través de comunas urbanas, como proponen algunos, o dirigida desde un centro gubernamental) debe estar precedida por una reforma introducida desde el centro, y esta a su vez precedida por la nacionalización de la tierra. Nacionalización de las grandes y medianas propiedades y unión de industria y agricultura: estos son los dos requisitos fundamentales de cualquier reforma económica socialista; sin ellos no hay socialismo.
¡Quién puede reprochar al gobierno soviético no haber llevado a cabo estas poderosas reformas! Lenin y sus camaradas, en su breve periodo de gobierno, se han visto metidos en el centro de un rugiente remolino de luchas internas y externas, atacados por incontables enemigos y adversarios. Sería muy triste criticarlos porque, en tales circunstancias, no resolvieron, ni siquiera atacaron, una de las tareas más difíciles, con toda seguridad la más difícil, de todas las que plantea la transformación socialista de la sociedad. ¡Incluso en Occidente, en condiciones mucho más favorables, nos romperemos muchas veces los dientes cuando estemos en el poder con esta dura nuez antes de poder resolver las más complicadas de las miles de dificultades que presenta esta tarea gigantesca!
Un gobierno socialista que tomó el poder debe, en todo caso, hacer una sola cosa: tomar medidas que apunten en la dirección de ese requisito fundamental de una reforma socialista posterior de la agricultura; debe por lo menos evitar todo lo que pueda trabar el camino a esas medidas.
Pero la consigna levantada por los bolcheviques, toma y distribución inmediata de la tierra por los campesinos, necesariamente apunta en la dirección opuesta. No solo no es una medida socialista; no permite encarar esas medidas; acumula obstáculos insuperables para la transformación socialista de las relaciones agrarias.
La toma de las grandes propiedades agrarias por los campesinos, siguiendo la consigna breve y precisa de Lenin y sus amigos: “vayan y aprópiense de la tierra”, llevó simplemente a la transformación súbita y caótica de la gran propiedad agraria en propiedad campesina. No se creó la propiedad social sino una nueva forma de propiedad privada, es decir, la división de grandes propiedades en propiedades medianas y pequeñas, o de unidades de producción grandes relativamente avanzadas en primitivas unidades pequeñas que utilizan técnicas del tiempo de los faraones.
¡Y eso no es todo! Con estas medidas, y por la manera caótica y puramente arbitraria en que fueron ejecutadas, la diferenciación creada por la propiedad de la tierra, lejos de eliminarse, se profundizó. Aunque los bolcheviques llamaron a los campesinos a formar comités para intentar, de alguna manera, que la apropiación de la tierra de los nobles constituyera un acto colectivo, resulta claro que este consejo general no podía cambiar la práctica y la relación de fuerzas reales en lo que se refiere a la tierra. Con o sin comités, los principales beneficiarios de la revolución agraria fueron los campesinos ricos y los usureros, la burguesía de las aldeas, que tienen en sus manos el poder real en cada aldea rusa. No hace falta estar presente allí para imaginarse que con la distribución de la tierra no se eliminó, sino que aumentó, la desigualdad económica y social entre los campesinos, y que los antagonismos de clase se agudizaron. Esta apropiación del poder va en contra de los intereses del proletariado y el socialismo. Antes, se oponían a la reforma socialista en el campo solamente una reducida casta de propietarios rurales nobles y capitalistas y una pequeña minoría de burgueses ricos de las aldeas. Y su expropiación por un movimiento popular revolucionario de masas era un juego de niños. Pero ahora, luego de la “apropiación”, hay una masa enorme, recién desarrollada y poderosa de campesinos propietarios opuestos a todo intento de socialización de la producción agraria, que defenderán con uñas y dientes su propiedad recientemente adquirida contra cualquier ataque socialista. La cuestión de la futura socialización de la economía agraria (es decir, cualquier socialización de la producción en general en Rusia) se ha transformado ahora en una cuestión de oposición y lucha entre el proletariado urbano y la masa campesina. Hasta qué punto se ha vuelto agudo este antagonismo lo demuestra el boicot campesino a las ciudades, que les proporcionan el medio en el cual ejercer la especulación, de la misma manera en que lo hace el junker prusiano.
El pequeño campesino francés se transformó en el más firme defensor de la gran Revolución Francesa, que le dio la tierra confiscada a los émigrés. (En francés en el original. [N. del T.])
Como soldado de Napoleón, condujo a la victoria el estandarte francés, cruzó toda Europa e hizo pedazos el feudalismo en un país tras otro. Lenin y sus amigos pueden haber esperado un resultado similar de su consigna agraria. Sin embargo, ahora que el campesino ruso se apropió de la tierra con su propio puño ni sueña con defender a Rusia y la revolución a la cual le debe esa tierra. Se aferra obstinadamente a sus nuevas posesiones y abandonó la revolución a sus enemigos, el estado a la decadencia y la población urbana al hambre.

(Discurso de Lenin sobre la necesidad de la centralización en la industria, la nacionalización de los bancos, el comercio y la industria. ¿Por qué no de la tierra? Aquí, por el contrario, descentralización y propiedad privada.)

(El propio programa agrario de Lenin era diferente antes de la revolución. La consigna tomada, o casi, de los tan vituperados socialrevolucionarios sobre el movimiento campesino espontáneo.)

(Con el fin de introducir los principios socialistas en las relaciones agrarias, el gobierno soviético ahora intenta crear comunas agrarias con proletarios que en su mayoría son desempleados de la ciudad. Pero es fácil prever que los resultados de esos esfuerzos serán tan insignificantes que desaparecerán comparados con el amplio espectro de las relaciones agrarias. Buscando los puntos de partida más apropiados para la economía socialista, dividieron las grandes propiedades en unidades pequeñas; ahora tratan de construir unidades productivas modelo, comunistas, a partir de comienzos insignificantes. En estas circunstancias, estas comunas podrán considerarse solamente experimentos, no una reforma social general. Monopolio del grano con subvenciones. ¡Ahora, post festum, quieren introducir la guerra de clases en la aldea!)

La reforma agraria leninista creó una nueva y poderosa capa de enemigos populares del socialismo en el campo, enemigos cuya resistencia será mucho más peligrosa y firme que la de los grandes terratenientes nobles.

3. La cuestión de las nacionalidades

Los bolcheviques son en parte responsables de que la derrota militar se haya transformado en el colapso y la caída de Rusia. Más aún; ellos mismos, en cierta medida, profundizaron las dificultades objetivas de esta situación con una consigna que adquirió importancia primordial en su política: el supuesto derecho de autodeterminación de los pueblos, o —lo que realmente estaba implícito en esta consigna— la desintegración de Rusia.
Nuevamente proclamaron con obstinación doctrinaria, como grito de batalla especial de Lenin y sus camaradas, la fórmula del derecho de las distintas nacionalidades del Imperio Ruso a determinar independientemente sus destinos, “incluso hasta el punto del derecho a tener gobiernos separados del de Rusia”, durante su oposición al imperialismo miliukovista y luego al kerenskista. También fue el eje de su política interna después de la Revolución de Octubre. Y también constituyó el programa de los bolcheviques en Brest-Litovsk,[11] todo lo que tenían para oponer al despliegue de fuerzas del imperialismo alemán.
Lo que inmediatamente llama la atención es la obstinación y la rígida consecuencia con que Lenin y sus camaradas adhieren a esta consigna, que se contradice totalmente tanto con el centralismo que otrora predicaban en política como con su actitud hacia otros principios democráticos. Demostraron un frío desprecio por la Asamblea Constituyente, el sufragio universal, las libertades de reunión y prensa, en síntesis, por todo el aparato de las libertades democráticas básicas del pueblo, que tomadas de conjunto constituyen el «derecho de autodeterminación» dentro de Rusia. A la vez tratan el derecho de autodeterminación de los pueblos como la joya de la política democrática, en función de la cual deben dejarse de lado todas las consideraciones prácticas de la política realista. No se permitieron la más mínima concesión en lo que se refiere al plebiscito para la Asamblea Constituyente en Rusia, plebiscito realizado sobre la base del sufragio más democrático del mundo, con toda la libertad de una república popular. Simplemente lo declararon nulo y vacío, en función de una evaluación muy sobria de sus resultados. Pero son los campeones del voto popular de las nacionalidades extranjeras de Rusia sobre la cuestión de a qué país quieren pertenecer, como si esto fuera la panacea de la libertad y la democracia, la quintaesencia pura de la voluntad de los pueblos y la forma de hacer la justicia más profunda en lo que se refiere al destino político de las naciones.
La contradicción que parece tan obvia resulta más difícil de entender ya que las formas democráticas de la vida política de cada país, como veremos, realmente involucran los fundamentos más valiosos e incluso los más indispensables de la política socialista, mientras que el famoso derecho «a la autodeterminación» de las naciones es solamente fraseología hueca y pequeñoburguesa.
¿Qué se supone que significa este derecho? Que el socialismo se opone a toda forma de opresión, incluso la de una nación por otra, constituye el ABC de la política socialista.
A pesar de esto, políticos tan serios y críticos como Lenin, Trotsky y sus amigos, que responden solo con un irónico encogerse de hombros a cualquier tipo de fraseología utópica como desarme, Liga de las Naciones, etcétera, en este caso hicieron de una frase hueca exactamente del mismo tipo su hobby preferido. Ello se debe, me parece, a una política fabricada para la ocasión. Lenin y sus camaradas calcularon que no había método más seguro para ganar a los pueblos extranjeros del Imperio Ruso para la causa de la revolución, para la causa del proletariado socialista, que el de ofrecerles, en nombre de la revolución y el socialismo, la libertad más extrema e ilimitada para determinar sus propios destinos. Es una política análoga a la que se dieron los bolcheviques con el campesinado ruso, satisfaciendo su hambre de tierra con la consigna de apropiación directa de las propiedades nobles, en el supuesto de que así se los ganaría para la revolución y el gobierno proletario. En ambos casos, desafortunadamente, el cálculo resultó completamente erróneo.
Está claro que Lenin y sus amigos esperaban que, al transformarse en campeones de la libertad nacional hasta el punto de abogar por la «separación», harían de Finlandia, Ucrania, Polonia, Lituania, los países bálticos, el Cáucaso, etcétera, fieles aliados de la Revolución Rusa. Pero sucedió exactamente lo contrario. Una tras otra, estas «naciones» utilizaron la libertad recientemente adquirida para aliarse con el imperialismo alemán como enemigos mortales de la Revolución Rusa y, bajo la protección de Alemania, llevar dentro de la misma Rusia el estandarte de la contrarrevolución. Un ejemplo perfecto lo constituye el jueguito que se hizo en Brest con Ucrania, que provocó un giro decisivo en las negociaciones y sacó a luz la situación política, tanto interna como externa, a la que se ven enfrentados en la actualidad los bolcheviques. La actitud de Finlandia, Polonia, Lituania, los países del Báltico, los pueblos del Cáucaso, nos demuestra de manera convincente que aquel no es un caso excepcional sino un fenómeno típico.
Seguramente, en todos estos casos no fue realmente el «pueblo» el que impulsó esta política reaccionaria sino las clases burguesas y pequeñoburguesas. Estas, en total oposición a sus propias masas proletarias, pervirtieron el «derecho nacional a la autodeterminación», transformándolo en un instrumento de su política contrarrevolucionaria. Pero (y llegamos al nudo de la cuestión), aquí reside el carácter utópico, pequeñoburgués de esta consigna nacionalista: que en medio de las crudas realidades de la sociedad de clases, cuando los antagonismos se agudizan al máximo, se convierte simplemente en un instrumento de dominación de la burguesía. Los bolcheviques aprendieron, con gran perjuicio para ellos mismos y para la revolución, que bajo la dominación capitalista no existe la autodeterminación de los pueblos, que en una sociedad de clases cada clase de la nación lucha por «determinarse» de una manera distinta, y que para las clases burguesas la concepción de la liberación nacional está totalmente subordinada a la del dominio de su clase. La burguesía finesa, al igual que la de Ucrania, prefirió el gobierno violento de Alemania a la libertad nacional si esta la ligaba al bolchevismo.
La esperanza de transformar estas relaciones de clase reales en su opuesto, de ganar el voto de la mayoría para la unión con la Revolución Rusa, haciéndolo depender de las masas revolucionarias, tal como seriamente lo pretendían Lenin y Trotsky, refleja un grado de optimismo incomprensible. Y si solamente se trataba de un recurso táctico en el duelo entablado con la política de fuerza de Alemania, entonces era un juego con fuego muy peligroso. Incluso sin la ocupación militar de Alemania, el resultado del famoso «plebiscito popular», suponiendo que se hubiera llegado hasta allí en los estados limítrofes, hubiera proporcionado pocos motivos de alegría a los bolcheviques. Tenemos que tener en cuenta la sicología de las masas campesinas y de grandes sectores de la pequeña burguesía, y las miles de maneras con que cuenta la burguesía para influir sobre el voto. Por cierto, debe considerarse una ley absoluta que en estos asuntos de plebiscitos sobre la cuestión nacional la clase dominante siempre sabrá evitarlos cuando no sirven a sus propósitos, o, cuando se realizan, utilizará todos los medios para influir sobre sus resultados, los mismos medios que hacen imposible introducir el socialismo mediante el voto popular.
El simple hecho de que la cuestión de las aspiraciones nacionales y tendencias a la separación fuera introducida en medio de la lucha revolucionaria, incluso puesta sobre el tapete y convertida en el santo y seña de la política socialista y revolucionaria como resultado de la paz de Brest, produjo la mayor confusión en las filas socialistas y realmente destruyó las posiciones ganadas por el proletariado en los países limítrofes.
En Finlandia, donde el proletariado luchó formando parte de la estrecha falange socialista rusa, logró una posición predominante en el poder; tenía la mayoría en el Parlamento y el ejército, redujo a su burguesía a una impotencia completa y, dentro de sus fronteras, era dueño de la situación.
O tomemos Ucrania. A comienzos de siglo, antes de que se inventaran la tontería del «nacionalismo ucraniano» con sus rublos de plata y sus «universales», o el hobby de Lenin de una Ucrania independiente, Ucrania era la columna vertebral del movimiento revolucionario ruso. Allí, en Rostov, Odesa, la región del Donetz, brotaron los primeros ríos de lava de la revolución, que encendieron todo el sur de Rusia en un mar de llamas (ya en 1902-1904), preparando así el alzamiento de 1905. Lo mismo sucedió en la revolución actual, en la que el sur de Rusia proveyó las tropas selectas de la falange proletaria. Polonia y las tierras del Báltico fueron desde 1905 los núcleos revolucionarios más poderosos e importantes, y en ellos el proletariado jugó un rol de primera magnitud.
¿Cómo puede ser entonces que en todos estos países triunfe la contrarrevolución? El movimiento nacionalista, justamente porque alejó de Rusia al proletariado, lo mutiló y lo entregó a manos de la burguesía de los países limítrofes.
Los bolcheviques no actuaron guiándose por la misma genuina política internacionalista de clase que aplicaron en otros asuntos. No trataron de lograr la unión compacta de las fuerzas revolucionarias de todo el imperio. No defendieron con uñas y dientes la integridad del Imperio Ruso como área revolucionaria, oponiendo a todas las formas del separatismo la solidaridad e inseparabilidad de los proletarios de todos los países que están bajo la esfera de la Revolución Rusa, haciendo funcionar a ésta como el comando político superior. En lugar de eso, los bolcheviques, con su hueca fraseología nacionalista sobre «el derecho a la autodeterminación hasta la separación», lograron todo lo contrario, y le dieron a la burguesía de los países limítrofes los pretextos más refinados, más deseables, para sus esfuerzos contrarrevolucionarios.
En vez de prevenir al proletariado de los países limítrofes de que todas las formas del separatismo son simples trampas burguesas, no hicieron más que confundir con su consigna a las masas de esos países y entregarlas a la demagogia de las clases burguesas. Con esta reivindicación nacionalista produjeron la desintegración de la misma Rusia y pusieron en manos del enemigo el cuchillo que se hundiría en el corazón de la Revolución Rusa.
Seguramente, sin la ayuda del imperialismo alemán, sin «los rifles alemanes en los puños alemanes», como decía el Neue Zeit de Kautsky, los Lubinski y otros bribonzuelos de Ucrania, los Erich y Mannerheim[12] de Finlandia, los barones bálticos, nunca hubieran ganado a lo mejor de las masas trabajadoras socialistas de sus respectivos países. Pero el separatismo nacional fue el caballo de Troya dentro del cual los «camaradas» alemanes, bayoneta en mano, hicieron su entrada en todas esas tierras. Los antagonismos de clase reales y la verdadera relación de fuerzas en el plano militar provocaron la intervención alemana. Pero los bolcheviques proporcionaron la ideología con la que se enmascaró esta campaña de la contrarrevolución; fortalecieron la posición de la burguesía y debilitaron la del proletariado.
La mejor prueba de esto la da Ucrania, que iba a jugar un rol tan tremendo en el destino de la Revolución Rusa. El nacionalismo ucraniano fue en Rusia algo bastante diferente, digamos, del nacionalismo checo, polaco o finlandés. El primero era un mero capricho, una tontería de unas pocas docenas de intelectuales pequeño-burgueses, sin ninguna raíz económica, política o sicológica. No se apoyaba en ninguna tradición histórica, ya que Ucrania nunca fue una nación ni tuvo gobierno propio, ni tampoco una cultura nacional, a excepción de los poemas reaccionario-románticos de Shevchenko. ¡Es exactamente lo mismo que si un día los habitantes del Wasserkante quisieran fundar una nueva nación y un nuevo gobierno en la Baja Alemania [Plattdeutsche]! Y esta pose ridícula de unos cuantos profesores y estudiantes universitarios fue inflada por Lenin y sus camaradas hasta transformarla en una fuerza política con su agitación doctrinaria sobre «el derecho a la autodeterminación hasta etcétera». ¡Se le dio tanta importancia a lo que en sus comienzos fue una mera farsa, que la farsa se transformó en una cuestión de importancia fundamental, no como movimiento nacional serio, para lo cual carecía de raíces tanto antes como después, sino como flameante bandera de la contrarrevolución! En Brest asomaron las bayonetas alemanas de adentro de este huevo podrido.
Hay oportunidades en que frases como esas adquieren un significado muy real en la historia de las luchas de clases. Es una desgracia del socialismo el que en esta guerra mundial le haya sido dado proporcionar los argumentos ideológicos a la política contrarrevolucionaria. Cuando estalló la guerra, la socialdemocracia alemana se apresuró a justificar la expedición depredatoria del imperialismo alemán con un argumento ideológico extraído de los desvanes del marxismo: declararon que se trataba de una expedición liberadora contra el zarismo ruso, tal como lo habían soñado nuestros viejos maestros (Marx y Engels). Y a los bolcheviques, que eran la antípoda de nuestros socialistas gubernamentales, les tocó ser quienes llevaran agua al molino de la contrarrevolución con su fraseología sobre la autodeterminación de los pueblos; en consecuencia, no solo proporcionaron la ideología para justificar el estrangulamiento de la misma Revolución Rusa, sino también los planes que permitieron activar la crisis producida por la guerra mundial.
Tenemos buenas razones para analizar muy cuidadosamente la política de los bolcheviques sobre esta cuestión. El «derecho a la autodeterminación de los pueblos», junto con la Liga de las Naciones y el desarme por gracia del presidente Wilson,[93] constituyen el grito de batalla que hará saltar el próximo enfrentamiento entre el socialismo internacional y la burguesía. Es obvio que la fraseología sobre la autodeterminación y el conjunto del movimiento nacionalista, que al presente constituye el mayor peligro para el socialismo internacional, se han fortalecido extraordinariamente desde la Revolución Rusa y las negociaciones de Brest. Sin embargo, tendremos que tocar fondo en el camino que marca este programa. El trágico efecto de esta fraseología sobre la Revolución Rusa, en cuyas espinas los mismos bolcheviques estaban destinados a quedar prisioneros y a sufrir profundos arañazos, debe servir de advertencia y lección al proletariado internacional.
Todo esto dio lugar a la dictadura de Alemania desde la época del tratado de Brest a la del «tratado complementario». A los doscientos sacrificios expiatorios en Moscú. Al terror y la supresión de la democracia.

4. La Asamblea Constituyente

Analicemos más a fondo el problema tomando algunos ejemplos.
La tan conocida disolución de la Asamblea Constituyente en noviembre de 1917 jugó un rol destacado en la política de los bolcheviques. Esta medida fue decisiva en la posición que tomaron posteriormente; en cierta medida, representó el momento culminante de su táctica.
Es un hecho que Lenin y sus camaradas exigían furiosamente el llamado a la Asamblea Constituyente hasta su triunfo de octubre. La política del gobierno de Kerenski[14] de escabullirle el bulto a la cuestión constituía uno de los blancos preferidos de crítica de los bolcheviques y la base de algunos de sus más violentos ataques. Por cierto, Trotsky, en su interesante folleto De Octubre a Brest-Litovsk, dice que «la Revolución de Octubre representó la salvación de la Asamblea Constituyente», tanto como la salvación de la revolución de conjunto. «Y cuando dijimos —continúa— que no se podía llegar a la Asamblea Constituyente a través del Parlamento Preliminar de Tseretelli sino solamente a través de la toma del poder por los Soviets, teníamos completa razón.»
Y luego, pese a estas declaraciones, el primer paso de Lenin después de la Revolución de Octubre fue… la disolución de esta misma Asamblea Constituyente a la cual se suponía se le abría el camino. ¿Qué razones podían determinar un giro tan asombroso? Trotsky discute todo el asunto en el folleto antes mencionado. Expondremos aquí sus argumentos:
«Así como en los meses anteriores a la Revolución de Octubre las masas fueron hacia la izquierda y los obreros, soldados y campesinos se volcaron espontáneamente hacia los bolcheviques, dentro del Partido Social Revolucionario este proceso se expresó en el fortalecimiento del ala izquierda a costa de la derecha. Pero en la lista de candidatos de los socialrevolucionarios los viejos nombres del ala derecha todavía ocupaban las tres cuartas partes de los puestos […]
Además se dio la circunstancia de que las elecciones se realizaron en el curso de las primeras semanas posteriores a la Revolución de Octubre. Las noticias del cambio que había ocurrido se expandían muy lentamente, en círculos concéntricos que iban desde la capital a las provincias y desde las ciudades a las aldeas. Las masas campesinas, en muchos lugares, apenas tenían noción de lo que sucedía en Petrogrado y Moscú. Votaban por ‘Tierra y libertad’ y elegían como representantes a los comités locales a los que permanecían bajo la bandera de los narodniki. Votaban, en consecuencia, por Kerenski y Avxentiev, que habían disuelto los comités locales y arrestado a sus miembros […] Este estado de cosas da una idea clara de hasta qué punto la Asamblea Constituyente había quedado atrás en el desarrollo de la lucha política y de los agrupamientos partidarios.»
Todo esto está muy bien y resulta bastante convincente. Pero uno no puede menos que preguntarse cómo personas tan inteligentes como Lenin y Trotsky no llegaron a la conclusión que surge inmediatamente de los hechos mencionados. Dado que la Asamblea Constituyente fue electa mucho antes del cambio decisivo, la Revolución de Octubre, y que su composición reflejaba el pasado ya desvanecido y no la nueva situación, se deduce automáticamente que tendría que haberse anulado la Asamblea Constituyente ya superada y llamado, sin dilación, a elecciones para una nueva Constituyente. No querían confiar, y no debían hacerlo, el destino de la revolución a una asamblea que reflejaba la Rusia kerenskista de ayer, del periodo de las vacilaciones y las alianzas con la burguesía. Por lo tanto, lo único que quedaba por hacer era convocar una asamblea que surgiera de la Rusia renovada que tanto había avanzado.
En lugar de esto, Trotsky extrae de las características específicas de la Asamblea Constituyente que existía en octubre una conclusión general respecto a la inutilidad, durante la revolución, de cualquier representación surgida de elecciones populares universales.
«Gracias a la lucha abierta y directa por el poder —escribe— las masas trabajadoras acumulan en un tiempo brevísimo una gran experiencia política, y en su desarrollo político trepan rápidamente un peldaño tras otro. Cuanto más extenso es el país y más rudimentario su aparato técnico, menores son las posibilidades del farragoso mecanismo de las instituciones democráticas de seguir el ritmo de este desarrollo.»
Aquí nos encontramos con un cuestionamiento al «mecanismo de las instituciones democráticas» como tal. A esto debemos objetar inmediatamente que en esa estimación de las instituciones representativas subyace una concepción algo rígida y esquemática a la que la experiencia histórica de toda época revolucionaria contradice expresamente. Según la teoría de Trotsky, toda asamblea electa refleja de una vez y para siempre solo la mentalidad, madurez política y ánimo propios del electorado justo en el momento en que este concurre a las urnas. De acuerdo con eso, un cuerpo democrático es el reflejo de las masas al final del periodo electoral, del mismo modo que los espacios celestes de Herschel siempre nos muestran los cuerpos celestiales no como son en el momento en que los contemplamos, sino como eran en el momento en que enviaron a la tierra sus mensajes luminosos desde las inconmensurables distancias espaciales. Se niega aquí toda relación espiritual viva, toda interacción permanente entre los representantes, una vez que han sido electos, y el electorado.
Sin embargo, ¡hasta qué punto lo contradice toda la experiencia histórica! La experiencia demuestra exactamente lo contrario; es decir, que el fluido vivo del ánimo popular se vuelca continuamente en los organismos representativos, los penetra, los guía. Si no, ¿cómo sería posible el espectáculo, que a veces presenciamos en todo parlamento burgués, de las divertidas volteretas de «los representantes del pueblo», que se sienten súbitamente inspirados por un nuevo «espíritu» y pronuncian palabras totalmente inesperadas; o encontrarse en determinadas oportunidades con que las momias más resecas se comportan como jovencitos o con los pequeños Scheidemänchenn más diversos que de golpe empiezan a usar un tono revolucionario; todo esto siempre que hay alboroto en las fábricas y talleres y en las calles?
¿Y habrá que renunciar, en medio de la revolución, a esta influencia siempre viva del ánimo y nivel de madurez política de las masas sobre los organismos electos, en favor de un rígido esquema de emblemas y rótulos partidarios? ¡Todo lo contrario! Es precisamente la revolución la que crea, con su hálito ardiente, esa atmósfera política delicada, vibrante, sensible, en la que las olas del sentimiento popular, el pulso de la vida popular, obran en el momento sobre los organismos representativos del modo más maravilloso. De este hecho dependen, con toda seguridad, los tan conocidos cambios de escena que invariablemente se presentan en las primeras etapas de toda revolución, cuando los viejos reaccionarios o los extremadamente moderados, que surgieron de una elección parlamentaria con sufragio limitado realizada bajo el antiguo régimen, súbitamente se transforman en los heroicos y ardientes voceros del alza. El ejemplo clásico es el del famoso «Parlamento Largo» de Inglaterra: fue electo y se reunió en 1642, permaneciendo en su puesto durante siete años completos. En ese periodo reflejó en su vida interna todas las alteraciones y desplazamientos del sentimiento popular, de la madurez política, de las diferenciaciones de clase, del progreso de la revolución hasta su culminación, desde la devota adoración a la corona del principio, cuando el orador permanecía de rodillas, hasta la abolición de la Cámara de los Lores, la ejecución de Carlos y la proclamación de la república.
¿Y acaso no se repitió la misma transformación maravillosa en los Estados Generales franceses, en el parlamento sujeto a la censura de Luis Felipe, e incluso (y este último ejemplo, el más impactante, le fue muy cercano a Trotsky) durante la Cuarta Duma rusa que, electa en el año de gracia de 1909, bajo el más rígido dominio de la contrarrevolución, sintió súbitamente el aliento ardiente de la revuelta que se preparaba y se convirtió en el punto de partida de la revolución?
Todo esto demuestra que «el farragoso mecanismo de las instituciones democráticas» cuenta con un poderoso correctivo, es decir con el movimiento vivo de las masas, con su inacabable presión. Y cuanto más democráticas son las instituciones, cuánto más vivo y fuerte es el pulso de la vida política de las masas, más directa y completa es su influencia, a pesar de los rígidos programas partidarios, de las boletas superadas (listas electorales), etcétera. Con toda seguridad, toda institución democrática tiene sus límites e inconvenientes, lo que indudablemente sucede con todas las instituciones humanas. Pero el remedio que encontraron Lenin y Trotsky, la eliminación de la democracia como tal, es peor que la enfermedad que se supone va a curar; pues detiene la única fuente viva de la cual puede surgir el correctivo a todos los males innatos de las instituciones sociales. Esa fuente es la vida política activa, sin trabas, enérgica, de las más amplias masas populares.

5. La cuestión del sufragio

Tomemos otro ejemplo impactante: el derecho al sufragio tal como lo mantiene el gobierno soviético. No queda para nada claro que significación práctica se atribuye a este derecho al sufragio. Por la crítica que hacen Lenin y Trotsky a las instituciones democráticas, parecería que rechazan por principio la representación popular sobre la base del sufragio universal y que quieren apoyarse solamente en los soviets. Por qué, entonces, utilizan un sistema de sufragio universal, realmente no queda claro. No sabemos si este derecho al sufragio se puso en práctica en algún lado; no se oyó hablar de ninguna elección para ningún tipo de organismo popular representativo realizada con este sistema. Más probablemente se trata, por así decirlo, de un producto teórico de la diplomacia; pero, sea como sea, constituye un producto notable de la teoría bolchevique de la dictadura.
Todo derecho al sufragio, como cualquier derecho político en general, no puede medirse aplicando alguna suerte de patrón abstracto de «justicia» o de cualquier otro término burgués democrático, sino por las relaciones sociales y económicas a las que se aplica. El derecho al sufragio elaborado por el gobierno soviético está calculado para el periodo de transición de la sociedad burguesa capitalista a la socialista, o sea, está calculado para el periodo de la dictadura del proletariado. Pero, según la interpretación de esta dictadura que representa Lenin y Trotsky, se garantiza el derecho a votar a todos aquellos que viven de su trabajo y se les niega a todos los demás.
Ahora bien; es obvio que este derecho a votar tiene significado solamente en una sociedad que está en condiciones de garantizar a todos los que quieren trabajar, en función de la tarea que realizan, una vida civilizada adecuada. ¿Es ese el caso de Rusia en la actualidad? Rusia se ve enfrentada con tremendas dificultades, separada como esta del mercado mundial y de sus fuentes de materias primas más importantes. La economía y las relaciones productivas han sufrido una sacudida terrible como resultado de la transformación de las relaciones de propiedad en la tierra, la industria y el comercio. En tales circunstancias, es evidente que incontables personas han de verse súbitamente desarraigadas, a la deriva, sin ninguna posibilidad objetiva de encontrar en el mecanismo económico empleo para su fuerza de trabajo. Esto no sucede solamente en la clase capitalista y en la terrateniente sino también en amplios sectores de la clase media e incluso en la misma clase obrera. Es un hecho conocido que la contracción industrial produjo un regreso del proletariado urbano al campo en escala masiva, en procura de ubicación en la economía rural. En tales circunstancias, otorgar el derecho político al sufragio en función de la obligación de trabajar constituye una medida bastante incomprensible. De acuerdo a la tendencia general, se supone que solamente los explotadores se verán privados de los derechos políticos. Y, por otro lado, a la vez que la fuerza de trabajo se desarraiga a escala masiva, el gobierno soviético se ve obligado a menudo a poner la industria nacional en manos de sus anteriores propietarios, en consignación, por así decirlo. Del mismo modo, el gobierno soviético se vio forzado a concluir un compromiso también con las cooperativas de consumo burguesas. Más aún; se demostró inevitable la utilización de los especialistas burgueses. Otra consecuencia de esta situación es que el Estado mantiene con los recursos públicos a sectores cada vez más amplios del proletariado, como los guardias rojos, etcétera. De hecho, amplias y crecientes capas de la pequeña burguesía y del proletariado, a las que el mecanismo económico no les proporciona los medios para ejercer la obligación de trabajar, se ven privadas de sus derechos políticos.
No tiene sentido considerar el derecho al sufragio como un utópico producto de la fantasía desligado de la realidad social. Y por esta razón no es un instrumento serio de la dictadura proletaria. Es un anacronismo, una anticipación de la situación jurídica adecuada a una economía socialista ya realizada, no al periodo de transición de la dictadura proletaria.
Como toda la clase media, la burguesía y la intelligentsia pequeñoburguesa boicotearon durante meses al gobierno soviético después de la Revolución de Octubre haciendo sabotaje en los ferrocarriles, las líneas postales y telegráficas, los aparatos educacional y administrativo, oponiéndose de esta manera al gobierno obrero. Naturalmente se ejercieron sobre estos sectores todas las medidas de presión posibles. Estas incluían la privación de los derechos políticos, de los medios económicos de existencia, etcétera, a fin de quebrar su resistencia con puño de hierro. Fue precisamente de esta manera que se expresó la dictadura socialista, que no puede abstenerse de usar la fuerza para garantizar o evitar determinadas medidas que afectan los intereses del conjunto. Pero cuando llega a una ley electoral que resulta en la privación del derecho del voto para amplios sectores de la sociedad, a los que políticamente se coloca fuera de los marcos sociales y, al mismo tiempo, no se está en condiciones de ubicar aunque sea económicamente dentro de esos marcos; cuando la privación de los derechos no es una medida concreta para lograr un objetivo concreto sino una ley general de largo alcance, entonces no se trata de una necesidad de la dictadura sino de una creación artificial a la que no se le puede insuflar vida. Esto se aplica tanto a los soviets como fundamento como a la Asamblea Constituyente y a la ley del sufragio general.
Pero el tema no se agota con la Asamblea Constituyente y la ley del sufragio. No hemos considerado hasta ahora la destrucción de las garantías democráticas más importantes para una vida pública sana y para la actividad política de las masas trabajadoras: libertad de prensa, derechos de asociación y reunión, que les son negados a los adversarios del régimen soviético. En lo que hace a estos ataques (a los derechos democráticos) los argumentos de Trotsky ya citados sobre el carácter farragoso de los organismos democráticos electos distan mucho de ser satisfactorios. Por otra parte, es un hecho conocido e indiscutible que es imposible pensar en un gobierno de las amplias masas sin una prensa libre y sin trabas, sin el derecho ilimitado de asociación y reunión.

6. El problema de la dictadura

Lenin dice que el Estado burgués es un instrumento de opresión de la clase trabajadora, el Estado socialista de opresión a la burguesía. En cierta medida, dice, es solamente el Estado capitalista puesto cabeza abajo. Esta concepción simplista deja de lado el punto esencial: el gobierno de la clase burguesa no necesita del entrenamiento y la educación política de toda la masa del pueblo, por lo menos no más allá de determinados límites estrechos. Pero para la dictadura proletaria ese es el elemento vital, el aire sin el cual no puede existir.
«Gracias a la lucha abierta y directa por el poder —escribe Trotsky— las masas trabajadoras acumulan en un tiempo brevísimo una gran experiencia política, y en su desarrollo político trepan rápidamente un peldaño tras otro.»
Aquí Trotsky se refuta a sí mismo y a sus amigos. ¡Justamente porque es así, bloquearon la fuente de la experiencia política y de este desarrollo ascendente al suprimir la vida pública! O de otro modo tendremos que convencernos de que la experiencia y el desarrollo eran necesarios hasta la toma del poder por los bolcheviques, y después, alcanzada la cima, se volvieron superfluos. (El discurso de Lenin: ¡ ¡ ¡Rusia ya está ganada para el socialismo! ! !)
¡En realidad, lo que es cierto es lo opuesto! Las tareas gigantescas que los bolcheviques asumieron con coraje y determinación exigen el más intenso entrenamiento político y acumulación de experiencias de las masas.
La libertad solo para los que apoyan al gobierno, solo para los miembros de un partido (por numeroso que este sea) no es libertad en absoluto. La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa de manera diferente. No a causa de ningún concepto fanático de la «justicia», sino porque todo lo que es instructivo, totalizador y purificante en la libertad política depende de esta característica esencial, y su efectividad desaparece tan pronto como la «libertad» se convierte en un privilegio especial.
Los mismos bolcheviques no se atreverán a negar, con la mano en el corazón, que ellos tienen que tantear paso a paso el terreno, probar, experimentar, tentar ora un camino, ora otro, y que muchas de sus medidas no son precisamente inapreciables perlas de sabiduría. Así deberá ocurrir y así ocurrirá con todos nosotros cuando lleguemos hasta el punto al que han llegado ellos, aunque en todos lados no se presenten las mismas circunstancias difíciles.
Bajo la teoría de la dictadura de Lenin-Trotsky subyace el presupuesto tácito de que la transformación socialista hay una fórmula prefabricada, guardada ya completa en el bolsillo del partido revolucionario, que solo requiere ser enérgicamente aplicada en la práctica. Por desgracia —o tal vez por suerte— esta no es la situación. Lejos de ser una suma de recetas prefabricadas que solo exigen ser aplicadas, la realización práctica del socialismo como sistema económico, social y jurídico yace totalmente oculta en las nieblas del futuro. En nuestro programa no tenemos más que unos cuantos mojones que señalan la dirección general en la que tenemos que buscar las medidas necesarias, y las señales son principalmente de carácter negativo. Así sabemos más o menos que eliminar en el momento de la partida para dejar libre el camino a una economía socialista. Pero cuando se trata del carácter de las miles de medidas concretas, prácticas, grandes y pequeñas, necesarias para introducir los principios socialistas en la economía, las leyes y todas las relaciones sociales, no hay programa ni manual de ningún partido socialista que brinde la clave. Esto no es una carencia, sino precisamente lo que hace al socialismo científico superior a todas sus variedades utópicas.
El sistema social socialista solo deberá ser, y solo puede ser, un producto histórico, surgido de sus propias experiencias, en el curso de su concreción, como resultado del desarrollo de la historia viva, la que (al igual que la naturaleza orgánica, de la que, en última instancia, forma parte) tiene el saludable hábito de producir siempre junto con la necesidad social real los medios de satisfacerla, junto con el objetivo simultáneamente la solución. Sin embargo, si tal es el caso, es evidente que no se puede decretar el socialismo, por su misma naturaleza, ni introducirlo por un ucase. Exige como requisito una cantidad de medidas de fuerza (contra la propiedad, etcétera). Lo negativo, la destrucción, puede decretarse; lo constructivo, lo positivo no. Territorio nuevo. Miles de problemas. Solo la experiencia puede corregir y abrir nuevos caminos. Solo la vida sin obstáculos, efervescente, lleva a miles de formas nuevas e improvisaciones, saca a luz la fuerza creadora, corrige por su cuenta todos los intentos equivocados. La vida pública de los países con libertad limitada está tan golpeada por la pobreza, es tan miserable, tan rígida, tan estéril, precisamente porque, al excluirse la democracia, se cierran las fuentes vivas de toda riqueza y progreso espirituales. (Una prueba: el año 1905 y los meses de febrero a octubre de 1917.) Allí era de carácter político; lo mismo se aplica a la vida económica y social. Toda la masa del pueblo debe participar. De otra manera, el socialismo será decretado desde unos cuantos escritorios oficiales por una docena de intelectuales.
El control público es absolutamente necesario. De otra manera el intercambio de experiencias no sale del círculo cerrado de los burócratas del nuevo régimen. La corrupción se torna inevitable (palabras de Lenin, boletín N° 29). La vida socialista exige una completa transformación espiritual de las masas degradadas por siglos de dominio de la clase burguesa. Los instintos sociales en lugar de los egoístas, la iniciativa de las masas en lugar de la inercia, el idealismo que supera todo sufrimiento, etcétera. Nadie lo sabe mejor, lo describe de manera más penetrante, lo repite más firmemente que Lenin. Pero está completamente equivocado en los medios que utiliza. Los decretos, la fuerza dictatorial del supervisor de fábrica, los castigos draconianos, el dominio por el terror, todas estas cosas son solo paliativos. El único camino al renacimiento pasa por la escuela de la misma vida pública, por la democracia y opinión pública más ilimitadas y amplias. Es el terror lo que desmoraliza.
Cuando se elimina todo esto, ¿qué queda realmente? En lugar de los organismos representativos surgidos de elecciones populares generales, Lenin y Trotsky implantaron los soviets como única representación verdadera de las masas trabajadoras. Pero con la represión de la vida política en el conjunto del país, la vida de los soviets también se deteriorará cada vez más. Sin elecciones generales, sin una irrestricta libertad de prensa y reunión, sin una libre lucha de opiniones, la vida muere en toda institución pública, se torna una mera apariencia de vida, en la que solo queda la burocracia como elemento activo. Gradualmente se adormece la vida pública, dirigen y gobiernan unas pocas docenas de dirigentes partidarios de energía inagotable y experiencia ilimitada. Entre ellos, en realidad dirigen solo una docena de cabezas pensantes, y de vez en cuando se invita a una élite de la clase obrera a reuniones donde deben aplaudir los discursos de los dirigentes, y aprobar por unanimidad las mociones propuestas —en el fondo, entonces, una camarilla— una dictadura, por cierto, no la dictadura del proletariado sino la de un grupo de políticos, es decir una dictadura en el sentido burgués, en el sentido del gobierno de los jacobinos (¡la postergación del Congreso de los Soviets de periodos de tres meses a periodos de seis meses!) Sí, podemos ir aún más lejos; esas condiciones deben causar inevitablemente una brutalización de la vida pública: intentos de asesinato, caza de rehenes, etcétera. (Discurso de Lenin sobre la disciplina y la corrupción.)

7. La lucha contra la corrupción

Un problema muy importante en toda revolución es el de la lucha con el lumpenproletariado. También en Alemania, como en cualquier otro lado, tendremos que enfrentamos con este problema. El elemento lumpenproletario está profundamente incrustado en la sociedad burguesa. No es solamente un sector especial, una especie de escoria social que crece enormemente cuando se derrumban los cimientos del orden social, sino una parte integrante de este. Los acontecimientos de Alemania —y en mayor o menor medida los de otros países— demostraron con qué facilidad todos los sectores de la sociedad burguesa caen en esa degeneración. Los matices entre las excesivas ganancias comerciales, los negocios ficticios, la adulteración de alimentos, el fraude, el desfalco oficial, el robo, el hurto, el asalto a mano armada, se confunden de tal modo que la línea divisoria entre la ciudadanía honorable y la penitenciaría ha desaparecido. Se repite el mismo fenómeno que en la degeneración regular y rápida de los dignatarios burgueses cuando son trasplantados a tierra extraña en las colonias de ultramar. Con el derrumbe de las barreras convencionales y los puntales de la moralidad y la ley, la sociedad burguesa cae víctima de una degeneración directa e ilimitada [Verlumpung], pues la ley que rige su vida interna constituye la más profunda de las inmoralidades, es decir la explotación del hombre por el hombre. La revolución proletaria tendrá que luchar en todos lados contra este enemigo e instrumento de la contrarrevolución.
Y sin embargo, también en relación a esto, el terror es una espada de doble filo, sórdida, negativa. Las medidas más duras de la ley marcial son impotentes frente al estallido de la enfermedad lumpenproletaria. Por cierto, todo régimen persistente de ley marcial lleva inevitablemente a la arbitrariedad, y toda forma de arbitrariedad tiende a depravar la sociedad. Al respecto, las únicas medidas efectivas en manos de la revolución proletaria son: medidas radicales de carácter político y social, la transformación lo más rápida posible de las garantías sociales de la vida de las masas; despertar el idealismo revolucionario, que puede mantenerse durante un largo lapso si las masas llevan una vida intensamente activa en las condiciones de una ilimitada libertad política.
Así como la libre acción de los rayos del sol constituye el remedio más efectivo, purificador y curativo contra las infecciones y los gérmenes de la enfermedad, el único sol curativo y purificador es la revolución misma y su principio renovador, la vida espiritual, la actividad y la iniciativa de las masas que surgen con aquella y se conforman en la más amplia libertad política.
En nuestro caso, como en cualquier otro, será inevitable la anarquía. El elemento lumpenproletario está profundamente enquistado en la sociedad burguesa y es inseparable de ella.
Pruebas:
1 – Prusia Oriental, los saqueos «cosacos».
2 – La irrupción generalizada del saqueo y el robo en Alemania. (Especulación, personal de correo y ferroviario, policía, disolución total de límites entre la sociedad bien ordenada y la penitenciaría.)
3 – La rápida degeneración [Verlumpung] de los dirigentes sindicales.
Contra esto, son impotentes las medidas draconianas de terror. Por el contrario, producen una corrupción aún mayor. La única antitoxina: el idealismo y la actividad social de las masas, la libertad política ilimitada.
Es una ley objetiva todopoderosa a la que no puede escapar ningún partido.

8. Democracia y dictadura

El error básico de la teoría Lenin-Trotsky es que ellos también, igual que Kautsky, oponen la dictadura a la democracia. «Dictadura o democracia», es como plantean la cuestión tanto los bolcheviques como Kautsky. Este se decide naturalmente en favor de «la democracia», es decir de la democracia burguesa, precisamente porque la opone a la alternativa de la revolución socialista oponiéndola a la democracia, y por lo tanto, a favor de la dictadura. Lenin y Trotsky, por otro lado, se deciden a favor de la dictadura de un puñado de personas, es decir de la dictadura según el modelo burgués. Son dos polos opuestos, ambos igualmente distantes de una genuina política socialista. El proletariado, cuando toma el poder, no puede nunca seguir el buen consejo que la da Kautsky, con el pretexto de «la inmadurez del país», de renunciar a la revolución socialista y dedicarse a la democracia. No puede seguir este consejo sin traicionarse a sí mismo, a la Internacional y a la revolución. Debería y debe encarar inmediatamente medidas socialistas, de la manera más enérgica, inflexible y firme, en otras palabras ejercer una dictadura, pero una dictadura de la clase, no de un partido o una camarilla. Dictadura de la clase significa, en el sentido más amplio del término, la participación más activa e ilimitada posible de la masa popular, la democracia sin límites.
«Como marxistas —escribe Trotsky— nunca fuimos adoradores fetichistas de la democracia formal.» Es cierto que nunca fuimos adoradores fetichistas de la democracia formal. Ni tampoco fuimos nunca adoradores fetichistas del socialismo ni tampoco del marxismo. ¿Se desprende de esto que también debemos tirar el socialismo por la borda, a la manera de Cunow, Lensch y Parvus,[15] si nos resulta incómodo? Trotsky y Lenin son la refutación viviente de esta respuesta.
«Nunca fuimos adoradores fetichistas de la democracia formal.» Lo que realmente quiere decir es: siempre hemos diferenciado el contenido social de la forma política de la democracia burguesa; siempre hemos denunciado el duro contenido de desigualdad social y falta de libertad que se esconde bajo la dulce cobertura de la igualdad y la libertad formales. Y no lo hicimos para repudiar a estas sino para impulsar a la clase obrera a no contentarse con la cobertura sino a conquistar el poder político, para crear una democracia socialista en reemplazo de la democracia burguesa, no para eliminar la democracia.
Pero la democracia socialista no es algo que recién comienza en la tierra prometida después de creados los fundamentos de la economía socialista, no llega como una suerte de regalo de Navidad para los ricos, quienes, mientras tanto, apoyaron lealmente a un puñado de dictadores socialistas. La democracia socialista comienza simultáneamente con la destrucción del dominio de clase y la construcción del socialismo. Comienza en el momento mismo de la toma del poder por el partido socialista. Es lo mismo que la dictadura del proletariado.
¡Sí, dictadura! Pero esta dictadura consiste en la manera de aplicar la democracia, no en su eliminación, en el ataque enérgico y resuelto a los derechos bien atrincherados y las relaciones económicas de la sociedad burguesa, sin lo cual no puede llevarse a cabo una transformación socialista. Pero esta dictadura debe ser el trabajo de la clase y no de una pequeña minoría dirigente que actúa en nombre de la clase; es decir, debe avanzar paso a paso partiendo de la participación activa de las masas; debe estar bajo su influencia directa, sujeta al control de la actividad pública; debe surgir de la educación política creciente de la masa popular.
Indudablemente los bolcheviques hubieran actuado de esta manera de no haber sufrido la terrible presión de la guerra mundial, la ocupación alemana y todas las dificultades anormales que trajeron consigo, lo que inevitablemente tenía que distorsionar cualquier política socialista, por más que estuviera imbuida de las mejores intenciones y los principios más firmes.
Lo prueba el uso tan extendido del terror que hace el gobierno soviético, especialmente en el periodo más reciente, antes del colapso del imperialismo alemán y después del atentado contra la vida del embajador alemán. El lugar común de que en las revoluciones no todo es color de rosa resulta bastante inadecuado.
Todo lo que sucede en Rusia es comprensible y refleja una sucesión inevitable de causas y efectos, que comienza y termina en la derrota del proletariado en Alemania y la invasión de Rusia por el imperialismo alemán. Sería exigirles algo sobrehumano a Lenin y sus camaradas pretender que en tales circunstancias apliquen la democracia más decantada, la dictadura del proletariado más ejemplar y una floreciente economía socialista. Por su definida posición revolucionaria, su fuerza ejemplar en la acción, su inquebrantable lealtad al socialismo internacional, hicieron todo lo posible en condiciones tan endiabladamente difíciles. El peligro comienza cuando hacen de la necesidad una virtud, y quieren congelar en un sistema teórico acabado todas las tácticas que se han visto obligados a adoptar en estas fatales circunstancias, recomendándolas al proletariado internacional como un modelo de táctica socialista. Cuando actúan de esta manera, ocultando su genuino e incuestionable rol histórico bajo la hojarasca de los pasos en falso que la necesidad los obligó a dar, prestan un pobre servicio al socialismo internacional por el cual lucharon y sufrieron. Quieren apuntarse como nuevos descubrimientos todas las distorsiones que prescribieron en Rusia la necesidad y la compulsión, que en última instancia son solo un producto secundario de la bancarrota del socialismo internacional en la actual guerra mundial.
Que los socialistas gubernamentales alemanes clamen que el gobierno bolchevique de Rusia es una expresión distorsionada de la dictadura del proletariado. Si lo fue o lo es todavía, se debe solamente a la forma de actuar del proletariado alemán, a su vez una expresión distorsionada de la lucha de clases socialista. Todos estamos sujetos a las leyes de la historia, y el ordenamiento socialista de la sociedad solo podrá instaurarse internacionalmente. Los bolcheviques demostraron ser capaces de dar todo lo que se puede pedir a un partido revolucionario genuino dentro de los límites de las posibilidades históricas. No se espera que hagan milagros. Pues una revolución proletaria modelo en un país aislado, agotado por la guerra mundial, estrangulado por el imperialismo, traicionado por el proletariado mundial, sería un milagro.
Pero hay que distinguir en la política de los bolcheviques lo esencial de lo no esencial, el meollo de las excrecencias accidentales. En el momento actual, cuando nos esperan luchas decisivas en todo el mundo, la cuestión del socialismo fue y sigue siendo el problema más candente de la época. No se trata de tal o cual cuestión táctica secundaria, sino de la capacidad de acción del proletariado, de su fuerza para actuar, de la voluntad de tomar el poder del socialismo como tal. En esto, Lenin, Trotsky y sus amigos fueron los primeros, los que fueron a la cabeza como ejemplo para el proletariado mundial; son todavía los únicos, hasta ahora, que pueden clamar con Hutten: «¡Yo osé!»
Esto es lo esencial y duradero en la política bolchevique. En este sentido, suyo es el inmortal galardón histórico de haber encabezado al proletariado internacional en la conquista del poder político y la ubicación práctica del problema de la realización del socialismo, de haber dado un gran paso adelante en la pugna mundial entre el capital y el trabajo. En Rusia solamente podía plantearse el problema. No podía resolverse. Y en este sentido, el futuro en todas partes pertenece al «bolchevismo».

Notas al pie
  1.  Friedrich Stampfer (1874-1917): uno de los principales dirigentes del PSD alemán y director de su diario, Vorwärts.
  2. Cadetes (Partido Constitucional Demócrata): partido liberal burgués que postulaba en Rusia una monarquía constitucional.
  3.  Pavel Nikolaievich Miliukov (1859-1943): dirigente del partido Cadete. Ministro de relaciones exteriores del gobierno provisional, marzo-mayo de 1917. Enemigo de la Revolución de Octubre, inició muchos intentos contrarrevolucionarios.
  4. Alexei Maximovich Kaledin (1861-1918): general zarista, comandante de los Cosacos del Don en 1917. Después de octubre inició la guerra civil contra los soviets. Derrotado por el Ejército Rojo y por las deserciones de su propio campo se suicidó.
  5. Pavel Axelrod (1850-1928): uno de los primeros dirigentes del Partido Socialdemócrata Ruso. Apoyó a los mencheviques. Feodor Dan (1871-1947) dirigente menchevique. Pacifista durante la guerra. Miembro del Soviet de Petrogrado en 1917. Adversario de la Revolución de Octubre.
  6.  Philip Scheideman (1865-1937): dirigente socialdemócrata alemán del ala derecha. Apoyó la guerra. El kaiser lo nombró secretario de estado en 1918, pero no logró salvar a la monarquía. Ministro del gabinete de Ebert, aplastó la insurrección espartaquista.
  7. Diggers y Levelers (respectivamente “cavadores” y “niveladores”): los grupos más extremos en la guerra civil inglesa (1641-1649).
  8. Cavaliers (caballeros): los partidarios del rey Carlos.
  9.  Iraklii Tseretelli (1882-1959): menchevique ruso. Apoyó la guerra. Fue ministro en marzo-agosto de 1917. Adversario de los bolcheviques, emigró en 1919.
  10.  Jean Paul Marat (1743-1793): revolucionario francés del ala extrema. Murió asesinado.
  11.  Brest-Litovsk: aldea cercana a la frontera ruso-polaca donde se firmó el tratado de paz ruso-germano el 3 de marzo de 1918.
  12. Barón Carl von Mannerheim (1867-1951): responsable de la supresión de la República Obrera de Finlandia en 1918. En 1939 y 1941 dirigió el ejército finés contra Rusia. Presidente de Finlandia en 1944-1946.
  13.  Woodrow Wilson (1856-1924): presidente de los EE.UU. en 1913-1921.
  14. Alexander Kerenski (1881-1972): socialrevolucionario ruso. Patriota durante la guerra. Vicepresidente del Soviet de Petrogrado, ocupó varios puestos ministeriales durante 1917. Primer ministro del gobierno provisional. Derrocado por la Revolución de Octubre, murió en el exilio en EE.UU.
  15.  Heinrich Cunow (1862-1936): socialdemócrata y catedrático alemán, teórico del grupo de Scheideman. Antes de la guerra se consideraba marxista ortodoxo y luchó contra el revisionismo. Luego socialpatriota. Paul Lensch (1873-?): socialdemócrata alemán. Antes de la guerra pertenecía al ala izquierda, y su periódico publicaba trabajos de Rosa Luxemburg, Mehring, etcétera. Cuando esta estalló se volvió chovinista. Su evolución hacia la derecha prosiguió hasta ser publicista de Hugo Stinnes, empresario y magnate de la prensa alemana. Fue expulsado del PSD en 1922. Parvus (Alexander Helphand) (1869-1924): destacado teórico marxista antes de la guerra, llegó a conclusiones similares a la teoría de la revolución permanente de Trotsky. Este rompió con él en 1914, cuando Parvus encabezó el ala guerrerista de la socialdemocracia alemana. En 1917 intentó en vano reconciliar al PSD alemán con los bolcheviques y luego a los socialistas independientes con la dirección Ebert-Noske.
Fuente

Rosa Luxemburg: «Zur russischen Revolution», en: Gesammelte Werke, Vol. 4, Berlín: Karl Dietz, 1974, pp. 359 y ss.

Traducción al español extraída de marxists.org. Accesible en línea aquí.