#3215 Problemas organizativos de la socialdemocracia rusa
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A la socialdemocracia rusa le cabe en suerte una tarea que no tiene precedentes en la historia del movimiento socialista mundial. Es la tarea de decidir cuál es la mejor táctica socialista en un país dominado aún por la monarquía absoluta. Es un error trazar un paralelo rígido entre la situación rusa actual y la que existía en Alemania en 1878-1890, cuando estaban en vigor las leyes antisocialistas de Bismarck.[1] Ambas tienen un elemento en común: la policía. Fuera de ello, no tienen punto de comparación.
Los obstáculos que la ausencia de las libertades democráticas le ponen al movimiento socialista son de importancia relativamente secundaria. En la propia Rusia el movimiento popular ha logrado superar los escollos impuestos por el Estado. El pueblo ha hecho del desorden callejero una «constitución» (bastante precaria por cierto). Si continúa en este curso el pueblo ruso triunfará, con el tiempo, sobre la autocracia.
La dificultad más importante planteada a la militancia socialista es consecuencia de que en ese país el dominio de la burguesía se escuda tras la fuerza absolutista. Esto le otorga a la propaganda socialista un carácter abstracto, mientras que la agitación política inmediata asume un disfraz democrático revolucionario.
Las leyes antisocialistas de Bismarck sacaron a nuestro movimiento del marco de las garantías constitucionales en una sociedad burguesa altamente desarrollada, donde los antagonismos de clase ya habían florecido en el debate parlamentario. (En esto reside, dicho sea de paso, lo absurdo del proyecto de Bismarck). La situación es muy diferente en Rusia. Aquí el problema es cómo crear un movimiento socialdemócrata en una época en que la burguesía aún no controla el Estado.
Esta circunstancia ejerce su influencia sobre la agitación, sobre la manera de trasplantar la doctrina socialista al suelo ruso. También afecta de manera peculiar y directa al problema de la organización partidaria.
En circunstancias normales —es decir, cuando la dominación de la burguesía precede al surgimiento del movimiento socialista— la propia burguesía le infunde a la clase obrera los rudimentos de la solidaridad política. En esta etapa, afirma el Manifiesto comunista, la unificación de los trabajadores no es el resultado de las aspiraciones de estos, sino el resultado de la actividad de la propia burguesía, «que, para lograr sus fines políticos, se ve obligada a poner al proletariado en movimiento…»
En Rusia, la socialdemocracia deberá compensar esta carencia con sus propios esfuerzos durante todo un periodo histórico. Tiene que conducir a los proletarios rusos desde su situación «atomizada» actual, que prolonga la vida del régimen autocrático, a una organización de clase que les ayude a adquirir conciencia de sus objetivos históricos y a prepararlos para luchar en pos de esos objetivos históricos.
Los socialistas rusos se ven forzados a asumir la tarea de construir semejante organización sin contar con las garantías que normalmente existen en una estructura democrática formal. No disponen de la materia prima política que la propia burguesía provee en otros países. Al igual que Dios Todopoderoso, deben crear esta organización de la nada, por así decirlo.
¿Cómo efectuar la transición del tipo de organización característico de las etapas preparatorias del movimiento socialista —por regla general, grupos y clubes locales sin vinculaciones entre sí— a la unidad de una gran organización nacional, apta para la acción política concertada en todo el inmenso territorio dominado por el Estado ruso? Tal es el problema específico que la socialdemocracia rusa viene estudiando desde hace un tiempo.
La autonomía y el aislamiento son las características más notables de la vieja forma de organización. Se comprende, por tanto, que la consigna de quienes quieren una organización nacional amplia sea: «¡Centralismo!»
El centralismo es el eje de la campaña que el grupo Iskra desarrolla desde hace tres años. El resultado de esta campaña fue el congreso de agosto de 1903, llamado Segundo Congreso de la Socialdemocracia Rusa, pero que fue, en realidad, su asamblea constituyente.
En el congreso del partido quedó claro que el término «centralismo» no soluciona completamente el problema organizativo de la socialdemocracia rusa. Una vez más aprendimos que ninguna fórmula rígida puede ser solución de nada en el movimiento socialista.
Un paso adelante, dos pasos atrás de Lenin, el gran representante del grupo Iskra, es una exposición metódica de las ideas de la tendencia ultracentralista en el movimiento ruso. El punto de vista que este libro presenta con incomparable vigor y rigor lógico es el del centralismo implacable. Se eleva a la altura de un principio la necesidad de seleccionar y organizar a todos los revolucionarios activos, diferenciándolos de la masa desorganizada, aunque revolucionaria, que rodea a esta élite.
La tesis de Lenin es que el Comité Central del partido debe gozar del privilegio de elegir a todos los organismos de dirección local. Debe poseer también el derecho de elegir los ejecutivos de tales organismos, desde Ginebra a Lieja, de Tomsk a Irkutsk [Muchos socialistas rusos actuaban en Europa occidental, donde se habían exiliado para escapar a la opresión zarista. Otros habían sido enviados por el gobierno a Siberia o Asia Central, donde gozaban de ciertas libertades políticas. (N. del E. norteamericano.)], y de imponerles a todos sus normas de conducta partidaria. Tiene que contar con el derecho de decidir, sin apelación, cuestiones tales como la disolución y reconstitución de las organizaciones locales. De esta manera el Comité Central podría decidir a voluntad la composición de los organismos más importantes y del propio congreso. El Comité Central sería el único organismo pensante en el partido. Los demás serían sus brazos ejecutores.
Lenin argumenta que la combinación del movimiento socialista de masas con una organización tan rígidamente centralizada constituye un principio científico del marxismo revolucionario. Presenta en apoyo de esta tesis una serie de argumentos que pasaremos a considerar.
En términos generales, es innegable que una fuerte tendencia a la centralización es inherente al movimiento socialdemócrata. Esta tendencia surge de la estructura económica del capitalismo, que constituye generalmente un factor centralizador. El movimiento socialdemócrata realiza su actividad en la gran ciudad burguesa. Su misión consiste en representar, dentro de las fronteras del estado nacional, los intereses de clase del proletariado y oponerlos a todos los intereses locales o sectoriales.
Por tanto la socialdemocracia generalmente es hostil a toda manifestación de localismo o federalismo. Busca unificar a todos los obreros y organizaciones obreras en un partido único, por encima de sus diferencias nacionales, religiosas o laborales. La socialdemocracia abandona este principio en favor del federalismo solo en circunstancias excepcionales, como en el caso del Imperio Austrohúngaro.
Es claro que la socialdemocracia rusa no debe organizarse como conglomerado federativo de muchos grupos nacionales. Debe constituirse en partido único para todo el imperio. Pero eso no es lo que está en discusión aquí. Lo que estamos considerando es el grado de centralización necesario dentro del partido ruso unificado para hacer frente a la situación peculiar bajo la cual debe funcionar.
Considerándolo desde el punto de vista de las tareas formales de la socialdemocracia en su carácter de partido para la lucha de clases aparece a primera vista que el poder y la energía del partido dependen directamente de la posibilidad de centralizarlo. Sin embargo, estas tareas formales son válidas para todos los partidos militantes. En el caso de la socialdemocracia son menos importantes que la influencia de las circunstancias históricas.
La socialdemocracia es el primer movimiento en la historia de las sociedades de clase que se apoya, en todo momento y para toda su actividad, en la organización y movilización, directas e independientes de las masas.
En virtud de ello la socialdemocracia crea un tipo de organización completamente distinta de las que eran comunes a los movimientos revolucionarios anteriores, tales como la de los jacobinos[2] o los partidarios de Blanqui.
Lenin parece menospreciar este hecho cuando afirma en su libro (p. 140) que el socialdemócrata revolucionario no es sino «un jacobino indisolublemente ligado a la organización del proletariado, que ha adquirido conciencia de sus intereses de clase».
Para Lenin, la diferencia entre la socialdemocracia y el blanquismo se reduce al comentario de que en lugar de un puñado de conspiradores tenemos un proletariado con conciencia de clase. Olvida que esa concepción entraña una revisión total de nuestras ideas sobre organización y, por tanto, una concepción completamente distinta del centralismo y de las relaciones que imperan entre el partido y la lucha misma.
El blanquismo no contaba con la acción directa de la clase obrera. Por lo tanto, no necesitaba organizar al pueblo para la revolución. Se esperaba que el pueblo cumpliera su papel únicamente en el momento mismo de la revolución. La preparación de la revolución concernía únicamente al grupito de revolucionarios que se armaban para dar el golpe. Más aún, para garantizar el éxito de la conspiración revolucionaria se consideraba que lo más inteligente era mantener a la masa un tanto apartada de los conspiradores. Los blanquistas podían tener esa concepción porque no había contacto estrecho entre la actividad conspirativa de su organización y las luchas cotidianas de las masas populares. Las tácticas y las tareas concretas de los blanquistas tenían poco que ver con la lucha de clases más elemental. Las improvisaban libremente. Por eso las resolvían a priori y les daban la forma de un plan ya elaborado. La consecuencia fue que los militantes de la organización se convertían en simples brazos ejecutores, que cumplían las órdenes previamente fijadas fuera del ámbito de su actividad. Se convertían en instrumentos del Comité Central. He aquí la segunda particularidad del centralismo conspirativo: el sometimiento ciego y absoluto de la base del partido a la voluntad del centro, y la extensión de dicha autoridad a todos los sectores de la organización.
Pero la actividad socialdemócrata se realiza en condiciones totalmente distintas. Surge históricamente de la lucha de clases elemental. Se difunde y desarrolla bajo la siguiente contradicción dialéctica: el ejército proletario es reclutado y adquiere conciencia de sus objetivos en el curso de la lucha. La actividad de la organización partidaria y la conciencia creciente de los obreros sobre los objetivos de la lucha y sobre la lucha misma no son elementos diferentes, separados mecánica y cronológicamente. Son distintos aspectos del mismo proceso. Salvo los principios generales de la lucha, para la socialdemocracia no existe un conjunto detallado de tácticas que un Comité Central enseña al partido de la misma manera que las tropas reciben su instrucción en el campo de entrenamiento. Además, la influencia de la socialdemocracia fluctúa constantemente con los flujos y reflujos de la lucha en cuyo transcurso se crea y desarrolla el partido.
Por ello el centralismo socialdemócrata no puede basarse en la subordinación mecánica y la obediencia ciega de los militantes a la dirección. Por ello el movimiento socialdemócrata no puede permitir que se levante un muro hermético entre el núcleo consciente del proletariado que ya está en el partido y su entorno popular, los sectores sin partido del proletariado.
Ahora bien, el centralismo de Lenin descansa precisamente en estos dos principios: 1) Subordinación ciega, hasta el último detalle, de todas las organizaciones al centro, que es el único que decide, piensa y guía. 2) Rigurosa separación del núcleo de revolucionarios organizados de su entorno social revolucionario.
Semejante centralismo es una trasposición mecánica de los principios organizativos del blanquismo al movimiento de masas de la clase obrera socialista.
Es desde este punto de vista que Lenin define al «socialdemócrata revolucionario» como «un jacobino unido a la organización del proletariado que ha adquirido conciencia de sus intereses de clase».
Pero es un hecho que la socialdemocracia no está unida al proletariado. Es el proletariado. Y por ello el centralismo socialdemócrata es distinto del centralismo blanquista. Puede ser solo la voluntad concentrada de los individuos y grupos representantes de los sectores más conscientes, activos y avanzados de la clase obrera. Es, por así decirlo, el «autocentralismo» de los sectores más avanzados del proletariado. Es el predominio de la mayoría dentro de su propio partido.
Las condiciones indispensables para la implantación del centralismo socialdemócrata son: 1) la existencia de un gran contingente de obreros educados en la lucha política, 2) la posibilidad de que los obreros desarrollen su actividad política a través de la influencia directa en la vida pública, en la prensa del partido, en congresos públicos, etcétera.
Estas condiciones no están dadas en Rusia. La primera —una vanguardia proletaria, consciente de sus intereses de clase, capaz de autodirigirse en la lucha política— recién está surgiendo en Rusia. Toda la agitación y organización socialistas deben apuntar a apurar la formación de esa vanguardia. La segunda condición solo puede existir en un régimen de libertades políticas.
Lenin discrepa violentamente con estas conclusiones. Está convencido de que en Rusia ya están dadas las condiciones para la creación de un partido poderoso y centralizado. Declara que «ya no son los proletarios, sino algunos intelectuales quienes necesitan educarse en materia de organización y disciplina» (p. 145). Ensalza la influencia de la fábrica, que, según él, acostumbra al proletariado a la «disciplina y organización» (p. 147).
Con ello Lenin parece demostrar una vez más que su concepción de la organización socialista es bastante mecanicista. La disciplina que visualiza Lenin ya está siendo aplicada, no solo en la fábrica, sino también por el militarismo y por la burocracia estatal existente: por todo el mecanismo del Estado burgués centralizado.
Utilizamos mal las palabras y nos autoengañamos cuando aplicamos el mismo término —disciplina— a nociones tan disímiles como son la ausencia de pensamiento y voluntad en un cuerpo con mil manos y pies que se mueven automáticamente, y la coordinación espontánea de los actos políticos conscientes de un grupo de hombres. ¿Qué tienen en común la regulada docilidad de una clase oprimida y la autodisciplina y organización de una clase que lucha por su emancipación?
La autodisciplina de la socialdemocracia no es el simple reemplazo de la autoridad de la burguesía dominante por la autoridad de un Comité Central socialista. La clase obrera será consciente de la nueva disciplina, la autodisciplina libre de la socialdemocracia, no como resultado de la disciplina que le impone el Estado capitalista sino extirpando de raíz los viejos hábitos de obediencia y servilismo.
El centralismo socialista no es un factor absoluto aplicable a cualquier etapa del movimiento obrero. Es una tendencia, que se vuelve real en proporción al desarrollo y educación política adquiridos por la clase obrera en el curso de su lucha.
Va de suyo que la ausencia de las condiciones necesarias para la completa realización de este tipo de centralismo en el movimiento ruso constituye un obstáculo tremendo.
Es un error creer que es posible sustituir «provisoriamente» el poder absoluto de un Comité Central (que actúa de alguna manera por «elección tácita») por la todavía irrealizable dirección de la mayoría de obreros conscientes del partido y reemplazar así el control abierto de las masas obreras sobre los organismos del partido por el del Comité Central sobre el proletariado revolucionario.
La historia del movimiento ruso nos señala el dudoso valor de semejante centralismo. Un centro todopoderoso investido, como quiere Lenin, con el derecho ilimitado de controlar e intervenir, sería absurdo si se limitara su autoridad a problemas técnicos como el de la administración de las finanzas, la distribución de tareas entre los propagandistas y agitadores, el transporte y difusión de la literatura. El objetivo político de un organismo con poderes tan enormes se entiende solo si esos poderes se aplican a la elaboración de un plan uniforme para la acción, si el centro revolucionario toma la iniciativa de una gran actividad revolucionaria.
Pero, ¿cuál ha sido la experiencia del movimiento obrero ruso hasta ahora? El cambio más importante y fructífero producto de su táctica política durante los diez últimos años no ha sido el surgimiento de grandes dirigentes ni menos aun de grandes organismos organizativos. Estos siempre aparecieron como consecuencia espontánea de la fermentación del movimiento. Fue así en la primera etapa del movimiento proletario en Rusia, que empezó con la huelga general espontánea de San Petersburgo de 1896, acontecimiento que señala el comienzo de una era de luchas económicas del pueblo ruso. Ocurrió lo mismo en el periodo siguiente, iniciado por las manifestaciones callejeras espontáneas de los estudiantes petersburgueses, en marzo de 1901. La huelga general de Rostov, en 1903, que inició el siguiente gran viraje táctico del movimiento proletario ruso, también fue un acto espontáneo. «Por sí sola» la huelga dio lugar a manifestaciones políticas, agitación callejera, grandes mítines al aire libre, cosas que el revolucionario más optimista no hubiera soñado unos años antes.
Nuestra causa efectuó grandes avances durante estos acontecimientos. Sin embargo, la iniciativa y la dirección consciente de la socialdemocracia desempeñaron un papel insignificante. Es cierto que las organizaciones no estaban preparadas para eventos de tanta magnitud. Sin embargo, este hecho no explica el papel poco importante de los revolucionarios. Ni se lo puede atribuir a la ausencia del aparato partidario central todopoderoso que exige Lenin. La existencia de ese centro probablemente hubiera incrementado la desorganización de los comités locales al acentuar la diferencia entre el avance ávido de las masas y la línea prudente de la socialdemocracia. El mismo fenómeno —el papel insignificante que desempeñaron los organismos centrales del partido en la elaboración de la línea táctica— se observa hoy en Alemania y otros países. En general, no se puede «inventar» la táctica de la socialdemocracia. Es el producto de una serie de grandes actos creadores de una lucha de clases a menudo espontánea que busca la manera de avanzar.
Lo inconsciente precede a lo consciente. La lógica del proceso histórico precede a la lógica subjetiva de los seres humanos que participan en el proceso histórico. Existe una tendencia a que los organismos que dirigen el partido socialista desempeñen un rol conservador. La experiencia demuestra que cada vez que el movimiento obrero gana terreno esos organismos lo mantienen hasta el último momento. Lo transforman al mismo tiempo en una especie de bastión que detiene aun más el avance.
La táctica actual de la socialdemocracia alemana se ha ganado la aprobación universal porque es tan flexible como firme. Esto es un índice de la adaptación del partido hasta el último detalle de su actividad cotidiana, al régimen parlamentario. El partido ha estudiado metódicamente todos los recursos que ofrece este terreno. Sabe utilizarlos sin modificar sus principios.
Sin embargo, la perfección de esta adaptación le cierra perspectivas al partido. Existe en él una tendencia a considerar que la táctica parlamentarista es inmutable y especifica de la actividad socialista. Se niega, por ejemplo, a tener en cuenta la posibilidad (planteada por Parvus) de cambiar nuestra táctica en caso de que el sufragio universal sea abolido en Alemania, eventualidad que dirigentes de la socialdemocracia alemana no consideran del todo improbable.
Esa inercia se debe en gran medida a que resulta muy inconveniente definir, dentro del vacío de las hipótesis abstractas, los lineamientos y formas de situaciones políticas todavía inexistentes. Evidentemente, lo importante para la socialdemocracia no es la elaboración de un cuerpo de directivas ya preparadas para la política futura. Es importante: 1) efectuar una evaluación histórica correcta de las formas de lucha que corresponden a la situación dada, y 2) comprender la relatividad de la etapa que se vive y el incremento inevitable de la tensión revolucionaria a medida que se acerca el objetivo final de esa lucha.
Si le otorgamos, como quiere Lenin, poderes absolutos de carácter negativo al órgano más encumbrado del partido fortalecemos peligrosamente el conservadorismo inherente a dicho organismo. Si la táctica del partido socialista no ha de ser creada por un Comité Central sino por todo el partido o, mejor dicho, por todo el movimiento obrero, es claro que las secciones y federaciones del partido necesitan la libertad de acción que les permita desarrollar su iniciativa revolucionaria y utilizar todos los recursos que ofrece la situación. El ultracentralismo que pide Lenin está colmado del espíritu estéril del capataz, no de un espíritu positivo y creador. A Lenin le preocupa más controlar el partido que hacer más fructífera la actividad del mismo; estrechar el movimiento antes que desarrollarlo, atarlo antes que unificarlo.
En la situación actual, semejante experimento sería doblemente peligroso para la socialdemocracia rusa. Estamos en vísperas de batallas decisivas contra el zarismo. Está por entrar o ha entrado en un periodo de actividad creadora intensificada, durante el cual ampliará (como siempre sucede en situaciones revolucionarias) su esfera de influencia y crecerá espontáneamente a grandes saltos. Tratar de frenar la iniciativa del partido en este momento, rodearlo de alambres de púas, es incapacitarlo para el cumplimiento de las grandes tareas del momento.
Las ideas generales que hemos expuesto sobre el problema del centralismo socialista no bastan para elaborar un proyecto de estatuto para el partido ruso. En última instancia, un estatuto de este tipo solo lo pueden determinar las circunstancias bajo las que se desarrolla la actividad del partido en una etapa dada. En Rusia se trata de poner en marcha una gran organización proletaria. Ningún proyecto de estatuto puede considerarse infalible. Tiene que pasar por la prueba de fuego.
Pero por nuestra concepción general de la naturaleza de la organización socialdemócrata, creemos que se justifica que deduzcamos que su espíritu requiere —sobre todo al comienzo de la formación del partido de masas— la coordinación y unificación del movimiento y no su subordinación rígida a un reglamento. Si el partido posee el don de la flexibilidad política, complementado por la lealtad absoluta a los principios y la preocupación por la unidad, podemos estar tranquilos respecto a que cualquier defecto en el estatuto del partido se corregirá en la práctica. Para nosotros, no es la letra sino el espíritu vivo que los militantes llevan a la organización lo que decide el valor de tal o cual forma de organización.
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Hasta aquí hemos examinado el problema del centralismo desde el punto de vista de los principios generales a la socialdemocracia, y hasta cierto punto a la luz de las condiciones particulares de Rusia. Sin embargo, el ultracentralismo militar que proclaman Lenin y sus partidarios no es producto de diferentes opiniones. Se dice que está relacionado con una campaña contra el oportunismo que Lenin ha preparado hasta el último detalle organizativo.
«Es importante» —dice Lenin— «forjar un arma más o menos efectiva contra el oportunismo» (Ibid. p. 52.). Cree que el oportunismo surge de la tendencia característica de los intelectuales a la descentralización y la desorganización, de su animadversión a la disciplina estricta y a la «burocracia» que es, de todas maneras, necesaria para el buen funcionamiento del partido.
Lenin dice que los intelectuales siguen siendo individualistas y tienden a la anarquía incluso después de haberse unido al movimiento socialista. Según él, solo a los intelectuales les repugna la idea de la autoridad absoluta de un Comité Central. El proletario auténtico, sugiere Lenin, en virtud de su instinto de clase encuentra un cierto placer voluptuoso al abandonarse a las garras de una firme dirección y una disciplina implacable. «Oponer la burocracia a la democracia» —dice Lenin— «es contraponer el principio organizativo de la socialdemocracia revolucionaria con los métodos organizativos oportunistas». (Ibid. p. 151.)
Declara que se da un conflicto similar entre las tendencias centralistas y autonomistas en todos los países en los que el reformismo y el socialismo revolucionario se encuentran cara a cara. Señala particularmente la controversia reciente en la socialdemocracia alemana sobre el problema del grado de libertad de acción que el partido puede permitirles a los representantes socialistas en las asambleas legislativas.
Veamos los paralelos que traza Lenin.
En primer lugar, hay que señalar que ensalzar el supuesto genio de los proletarios en materia de organización socialista y la desconfianza general hacia los intelectuales en cuanto tales no es un índice de mentalidad «marxista revolucionaria». Es muy fácil demostrar que semejantes argumentos son oportunistas.
Las tendencias que presentan el antagonismo entre los elementos proletarios y no proletarios en el movimiento obrero como problema ideológico son el semianarquismo de los sindicalistas franceses, cuya consigna es «¡Cuidado con los políticos!»; el tradeunionismo inglés, que desconfía de los «visionarios socialistas»; y, si nuestros informes son correctos, el «economicismo puro», representado hasta hace poco en la socialdemocracia rusa por Rabochaia Misl (Pensamiento Obrero), publicado clandestinamente en San Petersburgo.
En la mayoría de los partidos socialistas de Europa Occidental existe indudablemente una relación entre el oportunismo y los «intelectuales», al igual que entre los intelectuales y las tendencias descentralizadoras del movimiento obrero.
Pero nada más ajeno al método histórico dialéctico del pensamiento marxista que el separar los fenómenos sociales de su marco histórico y presentar esos fenómenos como fórmulas abstractas susceptibles de ser aplicadas en forma absoluta y general.
Razonando de manera abstracta podríamos decir que el «intelectual», elemento social proveniente de la burguesía y por lo tanto ajeno al proletariado, no ingresa al movimiento socialista al impulso de sus tendencias clasistas sino en oposición a ellas. Por eso tiene mayor tendencia que el obrero a caer en aberraciones oportunistas. El obrero, decimos, puede encontrar apoyo revolucionario real en sus intereses de clase, siempre que no abandone su medio ambiente, o sea la masa trabajadora. Pero la forma concreta que asume la tendencia al oportunismo del intelectual y, sobre todo, la forma en que esa inclinación se expresa en el terreno organizativo son cuestiones que dependen siempre del medio social en que se mueve.
El parlamentarismo burgués es la base social de los fenómenos que observa Lenin en los movimientos socialistas alemán, francés e italiano. Este parlamentarismo es el caldo de cultivo de todas las tendencias oportunistas que existen en la socialdemocracia occidental.
El tipo de parlamentarismo que tenemos ahora en Francia, Italia y Alemania proporciona terreno para las ilusiones del oportunismo actual, tales como la sobrevaloración de las reformas sociales, la colaboración de clases y partidos, la fe en una evolución pacífica hacia el socialismo, etcétera. Esto ocurre al colocar a los intelectuales, como parlamentarios, por encima del proletariado, y separándolos del proletariado dentro del propio partido socialista. Con el crecimiento del movimiento obrero, el parlamentarismo se vuelve un trampolín para los oportunistas políticos. Por eso tantos fracasados con ambiciones de la burguesía corren a cobijarse bajo la bandera de los partidos socialistas. Otra fuente del oportunismo contemporáneo la constituyen los grandes medios materiales con que cuenta la socialdemocracia, y la influencia de las grandes organizaciones socialdemócratas.
El partido es el baluarte que defiende al movimiento clasista de las desviaciones parlamentaristas burguesas. Para triunfar, dichas tendencias deben destruir el baluarte. Deben disolver al sector activo, consciente del proletariado en la masa amorfa del «electorado».
Así surgen las tendencias «autonomistas« y descentralizantes en nuestros partidos socialdemócratas. Vemos que esas tendencias sirven a fines políticos definidos. No se las puede explicar, como quisiera Lenin, con referencias a la sicología del intelectual, a su supuesta inestabilidad innata de carácter. Solo se las explica en base a las necesidades del político parlamentario burgués, es decir, por la política oportunista.
La situación es distinta en la Rusia zarista. En términos generales, el oportunismo en el movimiento obrero ruso no es un subproducto de la fuerza socialdemócrata ni de la descomposición de la burguesía. Es el producto del atraso político de la sociedad rusa.
El medio de donde provienen los intelectuales rusos que ingresan al socialismo es mucho más desclasado y menos burgués que en Europa Occidental. Sumada a la inmadurez del movimiento obrero ruso, esta circunstancia coadyuva a la disgresión teórica, desde la negación total del aspecto político del movimiento obrero a la creencia total en la efectividad de los actos terroristas aislados o la indiferencia política más completa, en las charcas del liberalismo y del idealismo kantiano. Sin embargo, es difícil atraer al intelectual que integra el movimiento socialdemócrata ruso hacia la desorganización. Es algo que va en contra de la posición general del medio en que se mueve el intelectual ruso. No hay en Rusia un parlamento burgués que favorezca esta tendencia.
El intelectual occidental que practica en este momento el «culto del ego» y les da a sus aspiraciones socialistas un tinte aristocrático no representa a la intelligentsia burguesa »en general». Representa una fase del desarrollo social. Es el producto de la decadencia burguesa.
Por otra parte, los sueños utópicos u oportunistas del intelectual ruso que se ha unido al movimiento socialista tienden a nutrirse de fórmulas teóricas en las que el ego no es exaltado sino humillado, en las que la moral del renunciamiento y el castigo constituye el principio rector.
Los narodniki (populistas)[3] de 1875 llamaban a la intelligentsia rusa a diluirse en la masa campesina. Los partidarios ultracivilizados de Tolstoi[4] hablan de asumir la vida de la «gente simple». Los partidarios del «economicismo puro» en la socialdemocracia rusa quieren que nos inclinemos ante la «mano callosa» del trabajador.
Si en vez de aplicar mecánicamente en Rusia las fórmulas elaboradas en Europa Occidental enfocamos el problema organizativo desde la perspectiva de la situación rusa, arribamos a conclusiones diametralmente opuestas a las de Lenin.
Atribuirle al oportunismo una preferencia invariable por determinado tipo de organización, la descentralización, es no comprender su esencia.
En cuanto al problema organizativo, o cualquier otro problema, el oportunismo conoce un solo principio: la ausencia de principios. El oportunismo escoge sus métodos con el fin de adecuarse a las circunstancias dadas, siempre que estos medios parezcan conducir a los fines previstos.
Si definimos al oportunismo, con Lenin, como esa tendencia que paraliza al movimiento revolucionario independiente y lo transforma en un instrumento de intelectuales burgueses ambiciosos, debemos reconocer también que en la etapa inicial de un movimiento obrero lo que facilita su influencia es la centralización rigurosa más que la descentralización. La extrema centralización pone al movimiento proletario joven e inculto en manos de los intelectuales que conforman el Comité Central.
En Alemania, en los albores del movimiento socialdemócrata y antes del surgimiento de un núcleo sólido de proletarios conscientes y una línea táctica basada en la experiencia, se produjo un enfrentamiento polémico entre los partidarios de los distintos tipos de organización. La Asociación General de Obreros Alemanes, fundada por Lassalle, estaba a favor de la centralización extrema. El principio autonomista era defendido por el partido que se había organizado en el congreso de Eisenach, con la colaboración de Wilhelm Liebknecht y Auguste Bebel.
La táctica de los «eisenacheanos» era bastante confusa. Sin embargo, su aporte al despertar de la conciencia de clase de las masas alemanas fue muchísimo mayor que el de los «lassalleanos». Desde el comienzo los obreros desempeñaron un rol preponderante en ese partido (como lo demostró la cantidad de publicaciones obreras que aparecieron en las provincias) y la influencia del movimiento extendiéndose rápidamente. Al mismo tiempo, los «lassalleanos», a pesar de todos sus experimentos con los «dictadores», condujeron a sus seguidores de desventura en desventura.
En general el centralismo riguroso y despótico cuenta con las preferencias de los intelectuales oportunistas en la etapa en que los elementos revolucionarios de la clase obrera carecen de cohesión y el movimiento avanza a los tanteos, como ocurre ahora en Rusia. En una etapa posterior, bajo un régimen parlamentario y en relación con un partido obrero fuerte, las tendencias oportunistas de los intelectuales se manifiestan en favor de la «descentralización».
Si aceptamos el punto de vista que Lenin considera propio y tememos la influencia de los intelectuales en el movimiento, no podemos concebir mayor peligro para el partido ruso que el plan organizativo de Lenin. Nada contribuirá tanto al sometimiento de un joven movimiento obrero a una élite intelectual ávida de poder que este chaleco de fuerza burocrático, que inmovilizará al partido y lo convertirá en un autómata manipulado por un Comité Central. En cambio, no puede haber garantía más efectiva contra la intriga oportunista y la ambición personal que la acción revolucionaria independiente del proletariado, cuyo resultado es que los obreros adquieren el sentido de la responsabilidad política y la confianza en sí mismos.
Lo que hoy es un fantasma que ronda la imaginación de Lenin puede convertirse en realidad mañana.
No olvidemos que la revolución pronta a estallar en Rusia será burguesa y no proletaria. Esto trastorna todas las circunstancias de la lucha social. También los intelectuales rusos quedarán imbuidos de ideología burguesa. La socialdemocracia es, en la actualidad, la única guía del proletariado ruso. Pero al día siguiente de la revolución veremos a la burguesía, sobre todo a los intelectuales burgueses, tratando de utilizar a las masas como puente hacia su dominio.
El juego de los demagogos burgueses se verá facilitado si en la etapa actual la acción, iniciativa y sentido político espontáneos del proletariado se ven obstaculizados en su desarrollo y restringidos por el proteccionismo de un Comité Central autoritario.
Más importante aun es la falsedad fundamental de la idea que subyace tras el plan de centralismo irrestricto: la idea de que el camino al oportunismo puede cerrarse mediante los artículos de un estatuto partidario.
Impactados por los hechos ocurridos recientemente en los partidos socialistas de Francia, Italia y Alemania, los socialdemócratas rusos tienden a considerar al oportunismo como un elemento foráneo importado al movimiento obrero por los representantes de la democracia burguesa. Si así fuera, ninguna sanción prevista en el estatuto del partido podría detener esta invasión. La influencia de elementos no proletarios en el partido del proletariado es el resultado de causas sociales profundas, tales como el derrumbe económico de la pequeña burguesía, la bancarrota del liberalismo burgués y la degeneración de la democracia burguesa. Es ingenuo confiar en detener esta corriente con una fórmula escrita en el estatuto del partido.
Un reglamento puede regir la vida de una pequeña secta o de un círculo privado. Una corriente histórica, en cambio, atravesará las redes del parágrafo estatutario. Además, no es cierto que rechazar los elementos que la descomposición de la sociedad burguesa lleva al movimiento socialista signifique defender los intereses de la clase obrera. La socialdemocracia ha afirmado siempre que representa no solo los intereses de clase del proletariado, sino también las aspiraciones progresistas de la sociedad en su conjunto. Representa los intereses de todos los que sufren la opresión de la dominación burguesa. Esto no hay que entenderlo simplemente en el sentido de que todos estos intereses se ven reflejados idealmente en el programa socialista. La evolución de la historia traduce esta afirmación en la realidad. Como partido político, la socialdemocracia se convierte en refugio de todos los elementos descontentos que hay en nuestra sociedad y del pueblo todo, en contraposición a la pequeña miñona de amos capitalistas.
Pero los socialistas deben saber subordinar la angustia, rencor y esperanza de este conglomerado heterogéneo al objetivo supremo de la clase obrera. La socialdemocracia debe encuadrar a la turba de iracundos no proletarios dentro de los límites de la acción revolucionaria del proletariado. Debe asimilar a los elementos que se le acercan.
Esto solo es posible si la socialdemocracia tiene un núcleo proletario fuerte, políticamente culto, con la suficiente conciencia de clase como para ser capaz, como en Alemania, de arrastrar a los elementos desclasados y pequeñoburgueses que se unen al partido. En ese caso, la mayor rigidez en la aplicación del principio de centralización y la disciplina más severa formulada específicamente en los estatutos del partido pueden ser una barrera efectiva contra el peligro oportunista. Así se defendió el socialismo francés contra la confusión jauresista. Enmendar el estatuto de la socialdemocracia alemana sería una medida muy oportuna.
Pero inclusive en este terreno no debemos pensar que el estatuto del partido es un arma que, de alguna manera, basta por sí misma. Puede, en el mejor de los casos, ser un método de coerción para imponer la voluntad de la mayoría proletaria en el partido. Si esa mayoría no existe de nada servirán las sanciones más drásticas.
Sin embargo, la influencia de elementos burgueses en el partido dista de ser la única causa de las tendencias oportunistas que están levantando cabeza en la socialdemocracia. Otra causa la constituye la naturaleza misma de la militancia socialista y sus contradicciones internas.
El movimiento internacional del proletariado hacia su emancipación total es un proceso peculiar en este sentido: por primera vez en la historia de la civilización el pueblo expresa su voluntad conscientemente y en oposición a todas las clases dominantes. Pero esta voluntad puede satisfacerse únicamente fuera de los marcos del sistema imperante.
Ahora bien, las masas solo pueden adquirir y fortalecer esta voluntad en el curso de su lucha cotidiana contra el orden social existente: es decir, dentro de los límites de la sociedad capitalista.
Por un lado, las masas; por el otro, su objetivo histórico, situado fuera de la sociedad imperante. Por un lado, la lucha cotidiana; por el otro, la revolución social. Tales los términos de la contradicción dialéctica por la cual avanza el movimiento socialista.
De ahí se desprende que la mejor manera en que puede avanzar el movimiento es oscilando entre los dos peligros que lo acechan constantemente. Uno es la pérdida de su carácter masivo; el otro, el abandono del objetivo. Uno es el peligro de retrotraerse al estado de secta; otro, el peligro de convertirse en un movimiento para la reforma social burguesa.
Por eso es ilusorio, y va en contra de la experiencia histórica, esperar fijar de una vez por todas la orientación de la lucha socialista revolucionaria con métodos formales, que se supone defenderán al movimiento obrero de toda posibilidad de desviación oportunista.
La teoría marxista es un arma segura para reconocer y combatir las manifestaciones típicas del oportunismo. Pero el movimiento socialista es un movimiento de masas, sus peligros no son producto de las maquinaciones insidiosas de individuos y grupos, surgen de situaciones sociales inevitables. No podemos resguardarnos por adelantado contra todas las posibilidades de desviación oportunista. Solo el movimiento puede superar esos peligros, con la ayuda de la teoría marxista, sí, pero recién después de que esos peligros se hayan hecho tangibles.
Desde este punto de vista el oportunismo aparece como un producto y una fase inevitable del desarrollo histórico del movimiento obrero.
La socialdemocracia rusa surgió hace poco. Las circunstancias políticas bajo las cuales se desarrolla el movimiento proletario en Rusia son bastante anormales. En ese país el oportunismo es en gran medida un subproducto de los tanteos y experimentos de la militancia socialista, que trata de avanzar sobre un terreno que no se parece a ningún otro en Europa.
En vista de ello, nos resulta increíble la afirmación de que es posible evitar el oportunismo escribiendo determinadas palabras en lugar de otras en el estatuto partidario. El intento de conjurar el oportunismo con un pedazo de papel puede resultar sumamente dañino, no para el oportunismo sino para el movimiento socialista.
Si se detiene el pulso natural de un organismo viviente, se lo debilita y se disminuyen sus posibilidades de resistencia y su espíritu combativo, en este caso no solo contra el oportunismo sino también (y esto reviste una gran importancia, por cierto) contra el orden social existente. Los medios propuestos se vuelven contra los fines a los que se supone deberían servir.
En la ansiedad de Lenin por implantar la dirección de un Comité Central omnisciente y todopoderoso para proteger a un movimiento obrero tan joven y prometedor contra cualquier paso en falso reconocemos los síntomas del mismo subjetivismo que ya le ha hecho más de una mala pasada al pensamiento socialista de Rusia.
Divierte observar los tumbos que ha debido dar el respetable «ego» humano en la historia rusa reciente. Tirado en el suelo, casi reducido a polvo por el absolutismo ruso, el «ego» se venga dedicándose a la actividad revolucionaria. Reviste la forma de un comité de conspiradores que, en nombre de una Voluntad Popular inexistente, se sienta en una especie de trono y proclama su omnipotencia. Pero el «objeto» resulta ser el más fuerte. El knut triunfa porque el poder zarista parece ser la expresión «legítima» de la historia.
Con el tiempo vemos aparecer en escena un hijo todavía más «legítimo» de la historia: el movimiento obrero ruso. Por primera vez están sentadas las bases para una verdadera «voluntad popular» en tierra rusa. Pero, ¡hete aquí nuevamente el «ego» del revolucionario ruso! Haciendo piruetas cabeza abajo, se proclama una vez más director todopoderoso de la historia. Esta vez con el título de Su Excelencia el Comité Central del Partido Social Demócrata Ruso.
El ágil acróbata no percibe que el único «sujeto» que merece el papel de director es el «ego» colectivo de la clase obrera. La clase obrera exige el derecho de cometer sus errores y aprender en la dialéctica de la historia.
Hablemos claramente. Históricamente, los errores cometidos por un movimiento verdaderamente revolucionario son infinitamente más fructíferos que la infalibilidad del Comité Central más astuto.
Notas al pie
- Otto Bismarck (1815-1898): estadista alemán reaccionario. Jefe del estado prusiano entre 1862 y 1871; canciller del Imperio Alemán entre 1871 y 1890. Organizó la unificación de Alemania en la Guerra de las Siete Semanas contra Austria, y en la Guerra Franco-Prusiana. Promulgó las leyes antisocialistas, también llamadas leyes de excepción, que estuvieron en vigor desde 1878 hasta 1890 y prohibían a las organizaciones y publicaciones hacer propaganda socialista. A los socialdemócratas solo les permitían la actividad parlamentaria.
- Jacobinos; miembros del Club Jacobino, la fracción de izquierda más radicalizada de la Revolución Francesa; gobernó desde la caída de la Gironda hasta el Termidor y la ejecución de Robespierre y otros en julio de 1973.
- Narodniki (populistas): organización de intelectuales rusos del siglo XIX que luchaba por la liberación campesina. Utilizaba tácticas conspirativas y terroristas.
- León Tolstoi (1828-1910): novelista ruso, autor de Guerra y Paz, Ana Karenina, etcétera.
Fuente
Rosa Luxemburg: «Organisationsfragen der russischen Sozialdemokratie», en: Gesammelte Werke, Vol. 1, Berlín: Karl Dietz, 1972, pp. 422-446.
Traducción al español extraída de marxists.architexturez.net. Accesible en línea aquí.